*“El tiempo es relativo” escuchó decir más de una vez, pero el volante de la Selección jamás lo había sentido hasta el partido frente a Japón en el que solo disputó dos minutos.
Cayó lentamente mientras cerraba los ojos, su corazón estaba a mil por hora. Escuchó el murmullo de la gente y el sonido de un silbatazo hiriente. No se quería poner en pie, respiró tres veces para bajar la adrenalina, pensó en todo lo que había hecho para llegar ahí, le dieron ganas de llorar, pero como siempre lo ha hecho, se levantó para asumir su error, para enfrentar la catástrofe inevitable. Abrió los ojos y se quedó mirando, sin fijarse, como un perro a su dueño cuando lo regaña. El árbitro le decía con señas que se tenía que ir, tuvo ganas de pelear pero sabía que no pasaría nada. Su capitán le dijo que ya era hora, entonces se secó el sudor de la frente y se fue pensando: ¿qué hiciste Carlos?
En su largo camino hacía el túnel, recordó que durante este nuevo ciclo había sacrificado la tranquilidad de su familia, de quienes sabía que a pesar de las comodidades no les era nada fácil cambiar tres veces de ciudad en menos de cuatro años; primero estuvo en el lugar de nacimiento de los Black Sabbath, Birmingham, con Aston Villa, de donde partió a Florencia, sitio en el que hizo grandes amigos pero del que, hace menos de seis y con el único deseo de poder asistir en el mejor nivel a la cita de la que en ese instante se estaba despidiendo prematuramente, también empacó maletas y se trasladó a Barcelona, para vestirse con los colores del Espanyol, ¿valió la pena? Se reprochó.
Se fue con rabia, pero más con impotencia, con la sensación en el estómago de querer hacer y algo y no saber qué. Sus sentimientos afloraron más cuando vio que su falta terminó en gol. Se sentía más solo que nunca. Se fue a las duchas y solo podía pensar en aquel instante, sabía que había actuado por reflejo, pero se culpaba, como también lo hacen miles de hinchas olvidando que durante este proceso el jugador más regular ha sido Carlos Sánchez con partidos tan memorables como el 0-2 en Quito con Ecuador o el 0-0 con Perú en la Copa América Bicentenario, donde él, siempre calladito, había sido una de las figuras.
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En Inglaterra aprendió a tocar más rápido y con mayor precisión el balón, en Italia de la mano de su amigo Davide Astori, del que no se pudo despedir y por uno de los que quería jugar bien este Mundial, entendió lo que era ser un líder, en España asimiló lo fácil que era conectar con un grupo cuando se busca un objetivo. A sus 32 años, en plena maduración de su carrera, no entendía por qué, en pleno debut mundialista con más de 80 minutos por jugar, había abierto su brazo derecho y provocado un penal de un gol que era inevitable.
Vio el partido con cabeza más fría, aunque se seguía sintiendo como el peor. Apreció el golazo de Juan Fernando y se volvió a llenar de intranquilidad. Pensaba que se iba a perder toda la ronda de grupos, pero entonces lo corrigieron y notificaron que por su falta solo debía cumplir una fecha. Carlos sonrió y prometió que volvería a la cancha a reivindicar su error frente a toda Colombia, que les debía una.
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El partido terminó, Colombia perdió, todos se reunieron y meditaron sobre lo que había sucedido, el volante dio la cara, ofreció disculpas y de nuevo se mostró seguro, implacable, tal cual como lo hizo frente a la prensa. Otra vez volvió a prometer que regresaría para reivindicarse y aprender de los errores con Colombia.
Ahora Carlos debe jugar por su familia, por sus compañeros, por el amor al fútbol que lo hizo migrar de su Chocó a los 17 años, pero jamás debe jugar pensando que nos debe algo, porque así muchos no se den cuenta, la mayoría de veces que un hincha ha sido feliz con un gol de James, Falcao, Borja o Cuadrado es porque atrás de ellos hay una ‘Roca’ que los sostiene ¡La cuenta está saldada hace mucho!
*Esta es una crónica novelesca del autor.