El Viejo estaba haciendo lo que más le gustaba, mirar un partido de fútbol con su nieto. No compartía que en los últimos años la FIFA había cambiado muchas reglas, porque pese a que los arcos eran más grandes, y los balones cada vez más chicos y en los tiros libres ya no había barrera, cada vez había menos goles. También lamentaba que hubiesen quitado los árbitros, desde hacía unos años habían sido remplazados por un programa de computador que identificaba hasta el más mínimo roce y tenía la capacidad de calcular milimétricamente la intencionalidad del agresor. "¡Qué mal día ese que sacaron a los árbitros!", recordaba, “ahora a quien le voy a echar la madre”; cada vez que su mujer le recordaba su mal genio, le decía “anda a quejarte a la FIFA, de malas, ya no hay árbitros, te toca aguantarte mi mal genio”. Eso sí, rememoraba que ese día todos se quejaron, hasta los mismísimos hinchas del hijo bobo, como el malnacido de su cuñado, que puso también el grito en el cielo: que como así que ya se habían aguantado que extraditaran a los dueños de la perrera, que se habían aguantado que los metieran en la lista Clinton, que se habían aguantado bajar hasta la C, y que para volver a subir les había tocado sacar como cuatro caletas y comprar a medio mundo, pero ¿que saquen los árbitros? Mi mompa, ésa si es la más grande de las cagadas, ahora a quien vamos a comprar, con lo bonito que era ver a esos muertos de hambre haciendo fila para botarles un billetico, ahora qué diablos vamos a hacer, será contratar hackers, había dicho, pero eso ya no es tan romántico. ¡………GOOOOOOLLLLLL DEL TULUAAAAAAAÁ…………..! Gritó el narrador, fue un grito cansino, casi sin ganas, pero fue suficiente para sacar al viejo de sus pensamientos y para que sonriera viendo a su nieto saltar de la emoción. Cuando el niño se calmó, y se dio cuenta que la sonrisa del viejo no era por el gol en sí, sino por su alegría, retiró su atención del televisor para preguntarle lo que hacía tiempo le quería preguntar pero que nadie lo dejaba. “Abuelo, si a ti te gusta tanto el fútbol, ¿por qué no tienes equipo?" El Viejo respiró profundo, casi como un suspiro, mientras se sumergía en esos recuerdos teñidos de verde que hoy no sabía si lo mantenían vivo o lo estaban matando, entonces, con una media sonrisa de esas que más parecen de tristeza, le respondió “Es cierto, hoy no tengo equipo, pero lo tuve, y vaya que lo tuve, y que grande que fue, prácticamente infinito. Al ver los ojos curiosos del niño, le hizo una promesa que no sabía si podía cumplir: “Quieres saber realmente qué es un equipo de futbol, uno de verdad, termina de ver ese partidito de aficionados, damos una vueltica y sabrás de mi boca que es un equipo que mientras existió fue grande de verdad”. Mientras trascurría el partido del Tuluá, por ese entonces el único equipo que quedaba del Valle en primera división, el Viejo trataba de hilvanar su historia, de separar sus recuerdos, los hechos reales de las fantasías, y cómo hacerlo, si ese pasado mitológico y majestuoso de su Deportivo Cali del alma, estaba enmarcado en momentos inverosímiles, en historias mágicas e irrepetibles, a veces por lo tristes, a veces no. Ya algo se le ocurriría para contarle a su nieto, algo que no fuera tan triste; ya había llorado lo suficiente como para hacer llorar al niño. El niño contaba los minutos para que acabara el partido, estaba ansioso de escuchar la historia de su abuelo; muchas veces lo había visto llorar en silencio, y algo le decía que de una vez por todas, esa tarde sabría la razón. Apenas terminó el partido, lo miró y le hizo saber que no tendría escapatoria, que no habría excusas válidas para aplazar ni el paseo ni la historia. El Viejo, esta vez sí, suspiró completo y resignado fue a prender su carro, mientras su nieto, sin pensarlo mucho se subía y se abrochaba el cinturón. Cuando llegaron al estadio, allá cerca al Aeropuerto, El Viejo no había comenzado a hablar, el niño respetaba su silencio, pero comenzó a pensar que su abuelo de verdad estaba comenzando a enloquecerse, como decía la abuela, ¡De lo viejo te estás volviendo loco!, le había escuchado gritarle. El niño no entendía por qué su abuelo lo traía a un estadio de beisbol, si se suponía que le iba a hablar de futbol, efectivamente el abuelo se estaba enloqueciendo, pensó para sí. Al ver el estadio, al Viejo se le humedecieron los ojos, pero fue lo suficientemente fuerte para no derramar alguna lágrima. Se bajaron del carro, y el Viejo comenzó su relato. Este estadio que ves al frente, le dijo, que hoy no sé ni cómo se llama, fue un estadio de fútbol, “El Coloso de Palmaseca” le decíamos. Pero no solo fue un estadio, fue hogar del más grande club de fútbol que existió en la historia de Colombia, el Deportivo Cali, el único, el infinito, mi equipo. El niño sintió que una ráfaga de energía pasaba por su cuerpo apenas escuchó el nombre del equipo de su abuelo, no entendía como ese nombre tan simple, en boca de su abuelo, era capaz de estremecer cada uno de sus músculos al oírlo, en ese instante el niño comprendió qué parte de la vida era la que le faltaba al abuelo en esos últimos años, en ese momento entendió la nostalgia de su mirada, entendió sus lagrimas solitarias, entendió por fin por que el abuelo siempre parecía que estuviera esperando la muerte; pues claro si es que le faltaba ese soplo mágico, esa vitamina invisible que solo da el fútbol, que solo da el sentirse hincha del equipo amado. Y El Viejo, que en realidad sí estaba un poco desquiciado, comenzó a hablar como poseído, todos sus recuerdos retenidos por tantos años comenzaron a salir a borbotones en su relato, sin orden cronológico, con pasión, como si todo aquello hubiera sucedido al mismo tiempo, en el mismo partido, y le contó de un mono de cabello ensortijado que le decían Pibe, y un negrito que lo acompañaba que le decían Kuntakinte, y que entre los dos enloquecieron al mundo. Le contó de un narizón argentino, que después fue campeón mundial, "gran técnico el que tuvimos", le dijo, como nos cambió la vida; y el negro chiquitico aquel, ese que en el Monumental todavía recuerdan, les pinto la cara a las Gallinas, pero claro si era nuestro plato predilecto, siempre lo ha sido, aquí en el Valle, el sancocho de gallina, ¿te gusta?, me alegra que te guste; y el Mago, si hubieras visto que clase tenía el Mago, aún vive en Italia, ¡qué central por Dios!, es que siempre tuvimos grandes ahí, siempre, desde el Polaco hasta Mabeto, que fueron inmensos también, no me lo vas a creer hasta los malos parecían buenos, tuvimos un negrito, pata-brava que llamábamos “Yo-no-fui” ese sí fue campeón de campeones, no sabemos cómo llegó a River y terminó en Italia, con un pasaporte comunitario, que de dónde lo sacó, aún nos lo preguntamos. Le contó de aquel argentino que llamaban El Tanque, que hiciera el primer gol del Cali como equipo profesional, y le habló de los míticos goles del inca al que llamaban Valeriano; y como no iba a recordar al Tigre y sus inconfundibles goles de cabeza y al Mortero, que tiros los del Mortero, los arqueros se cagaban no más al verlo. El Viejo seguía cabalgando en sus recuerdos, y confundía los partidos y las fechas, y en la misma alineación y en el mismo partido los colocaba a todos, las atajadas inolvidables de Zape y de Calero, la exquisitez de Umaña, la claridad meridiana de Miguel Escobar, y a la inolvidable samba de Iroldo; qué grande fue Don Alex, él los trajo a casi todos, repetía. Que no se quede nadie sin nombrar, decía, que no se queden los Tranvías, ni Desiderio ni Escobar; que no se me olviden ni los goles de Ramírez Gallego ni la magia de Loayza, que no se me olviden ni ese central maravilloso que le decían La Mosca, ni al Maestro, al verdadero Maestro que nos hizo felices como jugador y como técnico; y que técnicos tuvimos, como les extrañamos a Pancho y a Vladimir. Continuaba su perorata sin lógica, los jugadores y los hechos solo unidos por el lazo invisible de su pasión desmesurada, hablaba sin ton ni son, de Don Humberto que fue grande pero también chiquito, de ese puntero genial que fue Bernao, y de un ex ídolo 23 que le pegaba como los dioses; repetía sin cesar cánticos de las barras, repetía como si de verdad hubiese sido narrador, los goles de la Guaracha y los de Ángel María, y los de la Gambeta y los de Don Victor. Y enaltecía la grandeza que le dieron al equipo el Pecoso y el Carepa. Es que fuimos grandes, siempre fuimos grandes pero hubo veces que lo fuimos más; y remembraba las gestas históricas del mismo equipo que le ganó a las gallinas el Monumental, que mi verde del alma fue el mismo que quedo muchas veces campeón, que la mayoría de las veces jugó bonito, que fue una fábrica de estrellas, cuna de campeones nos decían, siempre tuvimos las mejores divisiones inferiores del país. Lentamente se quedaba sin aire, y sin recuerdos, sin recuerdos buenos, claro, en un intento de supervivencia, año tras año su mente había olvidado muchos jugadores, técnicos y directivos que solo habían causado dolor. En un resquicio de su mente se escondían Nayares, Charrias y Priscilianos; se ocultaban muchos de su especie, se ocultaban con Carreños, Celines y Cuartas. Era mejor así, que no salieran a flote, que no empañaran la imagen de esas vivencias maravillosas en el Pascual, porque al Viejo no se le podía olvidar el Pascual, ese estadio que también fue testigo de nuestra grandeza, aunque nos tocó compartirlo con la Delincuencia, esa misma Delincuencia un día lo abandonó, el mismo día que salió de Cali para jugar en Bogotá, de donde era realmente. En Cali nadie los extrañó, ni siquiera el Pascual, que ahí sí se quedo sólo, pero hacía rato estaba muerto, el mismo día que nos fuimos a jugar al Coloso. Trataba de alargar el relato, prolongar su agonía, evitar lo inevitable, hacerle el quite al destino; trataba de aplazar la pregunta que veía venir, le tenía miedo y no sabía por qué le temía si tantas veces la había enfrentado sólo, si tantas veces había creído responderla, si tantas veces se había dicho que tenía que coger el toro por los cachos, carajo, que él debía aceptarlo, que el equipo no estaba y que por qué ya no estaba si era tan inmenso, tan infinito, tan sublime pero no había sido eterno, maldita sea. Ahora sí fue, se dijo, y nunca se sintió tan hombre, nunca se sintió tan varón como para responder lo que su nieto le estaba preguntando en ese instante, por qué diablos si era tan grande ese equipo se había acabado, por qué ya no estaba. "Dejá de hablar tanta paja abuelo, si ese equipo era verdaderamente grande nunca debió haber desaparecido." "Y creés que no lo sé, y creés que no me lo cuestiono", le replicó, "si lo hago en cada instante de esta podrida existencia que cada vez es más larga, más vacía sin mi Deportivo Cali del alma". "Que cuando fue el comienzo del fin, no lo sé". "No sé si fue cuando comenzamos a construir el coloso y no podíamos, o cuando se nos venció el recibo del gas y no teníamos como pagarlo, o cuando dejamos ir al barrosito para los Estados Unidos, o cuando elegimos al señor del arroz en la junta, o cuando en la misma junta nombramos a un viejito que se nos fue a los dos días, al mismo viejito que nos creó años antes un sindicato que nos hizo ser humillados en Santa Marta, por rabia al Pecoso. ¿Te acordás? ya te lo nombré, sí el que nos hizo olvidar de un ayuno de más de 20 años y cómo le pagamos, es que somos unos desagradecidos ¿sí o no? O cuando no nos dimos cuenta que el mundo cambiaba y seguimos eligiendo una junta de cometeros cada cuatro años, cuando todos los grandes se convertían en Sociedades Anónimas, o cuando vendimos el negrito de Santo Tomas por un puñado de monedas porque necesitábamos pagar la nómina, o si finalmente vendimos el estadio que era lo único que nos quedaba. Realmente nunca me pregunte qué tan grave fue esa gripa que mató a mi equipo, esa gripa que se fue convirtiendo en cáncer, ese dolorcito de cabeza punzante y molesto que fue creciendo hasta convertirse en parálisis. Solo supe que fuimos carcomidos por dentro, sin darnos cuenta, que quedamos como un cascarón vacío, que cuando vendimos el estadio nos vimos las caras y supimos que no quedaba nada, que las sedes, las inferiores y el equipo habían sido vendidos o se debían, que solo quedaba el Coloso, y con él se iba el equipo, y faltaron pocos días para que en una tarde marchita, maldita, se firmara la liquidación de la sociedad, y todo ese resto de huevones que fuimos socios, no teníamos nada que decirnos, nada que pelear, nada que hacer, que impotencia tan berraca, estábamos ahí firmando la muerte de lo que más queríamos, nuestra muerte misma, lo sabíamos y no hicimos nada, solo firmar." "Y de quien fue la culpa, me dirás, ¿de quién?; creés que no me lo pregunto, pues no iba a ser de esos directivos que nosotros mismos elegimos, y mientras nos anestesiaban no nos dábamos cuenta que nos estaban clavando, pues la culpa fue de nosotros, los hinchas y los socios, que nos enfrascábamos en discusiones bizantinas y estériles que no llevaban a ningún lado, mientras esos desgraciados saqueaban el equipo nosotros peleábamos si el Carachito era mejor que el Chigüiro, o si era volante o lateral, y le llevábamos estadísticas de hasta cuantas veces se rascaba las pelotas en un partido; a veces pienso, que la verdadera razón por la cual Carachito nunca fue vendido y jugó hasta entrados sus cuarenta años, siempre en el Cali, fue para que nosotros como idiotas útiles, permaneciéramos embobados y rabiando con su presencia, sin darnos cuenta que el problema era otro. Sí, fuimos nosotros, los hinchas, también protagonistas de primera línea en esa debacle histórica, claro si era que nos creíamos de otro planeta, que sabíamos mucho de fútbol pero al final no sabíamos nada de nada, le dábamos durísimo a todo el mundo, canteranos, técnicos y extranjeros, los chiflábamos desde el segundo piso sin misericordia, eso cuando íbamos al estadio, porque éramos hinchas de Internet y televisión, y nada nos tenía contentos, si hasta en el dos mil cinco fuimos campeones por última vez y ni eso nos sirvió, parranda de cretinos fue lo que fuimos. Y estamos acá, muchos años después, capaces de vender lo que nos queda de huesos, por repetir ese momento, por volver a vivirlo, pero no es posible ya, nunca más será posible, es nuestra condena." Cuando terminó su relato, se sintió tan liviano y tan puro como nunca lo había estado, tal vez por el hecho de sacar toda esa maraña de imágenes que le atormentaban, tal vez por aceptar su pedazo de culpa en la desgracia. Entonces dedujo, sin temor a equivocarse, que su duelo había terminado, demasiado tarde eso sí, pero ya se quitaba ese lastre en su espalda que hacía sus pasos cada vez más pesados. Pensó que todo lo que tenía que hacer en su vida ya lo había hecho, y por fin se supo libre, verdaderamente libre. El niño, mientras tanto, que apenas había respirado, escuchando atónito la historia más inverosímil que habría de escuchar jamás, solo atinó a mirar a su abuelo como nunca lo había mirado, grande, verdaderamente grande, como si hubiera sido inundado de repente por la inmensidad de su pasado, y sólo en ese instante único e irrepetible, supo que su abuelo realmente estaba loco, pero no por lo viejo como decía la abuela, el abuelo había estado loco toda la vida; supo que el fútbol nunca sería lo mismo para él; supo que lo abandonaría; supo que su equipo nunca lo estremecería como vio hacerlo con su abuelo; entendió la única verdad incuestionable, que el fútbol no tendría sentido sin el Deportivo Cali, el fútbol como magia había muerto el mismo día que murió el más grande, el infinito, el verdadero; que el fútbol como religión no tenía sentido sin su único Dios, el Deportivo Cali. Caracas, mayo 11 de 2010 Por: Nelson Ricardo Bobadilla Rey / @nelsonbobadilla
Actualizado: enero 25, 2017 11:58 a. m.