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Somos los ciegos del fútbol colombiano

Un invidente que no quiere escuchar lo que pasa a su alrededor amanece de repente en una ciudad que goza el fútbol y siente, de repente y sin saber por qué, una pasión desmedida por un equipo que apenas conoce, Atlético Nacional. El señor, de unos 40 años, sale caminando de la Plaza Botero de Medellín, saca uno de sus cigarrillos, lo prende, bota la humarada y se detiene unos segundos para tocar su ropa. Reconoce así, sorprendido, que lleva puesto un jean, tenis y una camiseta que tiene bordado el escudo de una empresa deportiva que consume a esa hora sus afectos. Este invidente, pero sobre todo hincha, desconoce el pasado y es un optimista innato. Ama el fútbol colombiano, lo cual demuestra su condición. Únicamente entiende que debe ir al estadio los domingos, por lo cual esa noche se dirige al Atanasio Girardot, claro, con la ayuda de la gente paisa, que le guía sus pasos. Después pasa lo que ya sabemos: Nacional golea al Cali en la primera fecha del campeonato y despierta otra ilusión en el equipo antioqueño y en sus aficionados, que se toman a placer lo que llaman ahora la vitamina M: Mosquera, Macnelly y “Memín”. La verdad, sin embargo, es que no hay mucho por qué celebrar. Y no porque no haya sido una victoria apabullante la de Nacional en el debut, sino porque nuestro personaje olvida rápido y cambia de fantasías sin descaro. Hace poco, celebró el título de Junior y hace meses sonrió con la Copa Postobón que ganó Millonarios. Un día amanece en una ciudad y poco después está en otra, vitoreando al equipo de turno. Es hincha de todos y de ninguno. A veces gana y más que nada pierde, pues nunca quiso aprender más allá del gol. A él sólo le importa el mañana. Así lo determinó un médico que certificó que está mal de la memoria y que merece comprensión. Lo cierto es que en muchos que quieren olvidar desastres provoca más envidia que pesar. Es mi caso. En apenas un mes de este año, quisiera borrar los recuerdos de tantas noticias desestimulantes y empezar de nuevo a creer. Es difícil ver las cosas de otro color, pensar que las cosas cambiarán sustancialmente este año. Las pruebas están en que al Real Cartagena lo robaron en el estadio Palogrande, un recinto al que no le sirven ya las cámaras de seguridad que se montaron para el Mundial Sub 20. El Pascual Guerrero sigue a medio hacer. Conocemos más de la corrupción en el manejo arbitral. Y lo más indigno: un directivo que maneja nuestro fútbol da a entender que para ser juez no se debe sufrir la “enfermedad contagiosa” de la homosexualidad… Además, hay denuncias. Hay vetos a jugadores. Se descubre el pago a un chamán y los hinchas, para desgracia de todos, no se quejan del robo sino que se ríen de las afrentas. Los aficionados ya no pueden ver los partidos como antes por una pelea de plata entre los que tienen plata. Programan partidos en horarios irrisorios, como al que fue nuestro ciego optimista, un domingo en la noche. Él, por cierto, celebró el rugir de los cuatro goles en las tribunas, el contundente triunfo de Nacional. Luego, fumó como siempre de vuelta a su casa, que es al final cualquier destino. Después, se olvidó de todo. El problema, me parece, no es su condición porque esa es su particularidad. Está en que todos los que sí podemos advertir la gravedad de la situación de nuestro fútbol, los que sí tenemos memoria, los periodistas y aficionados sobre todo, sigamos aceptando las cosas como se vienen, resignados. Impulsando sin mayor reparo un torneo con evidentes enfermedades. Como si nada importara más que la tabla de posiciones. En Twitter: @javieraborda

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