Murió la madre de José Néstor Pékerman y al otro día el técnico, en lugar de regresar para estar con su familia en eso que llaman “el último adiós”, decidió quedarse para dirigir a Colombia contra Canadá , un partido absolutamente intrascendente. Semejante actitud se sale del común entendimiento, de la costumbre de acompañar cadáveres y cenizas y, al final de cuentas, de nuestra propia cultura. El fútbol no debe ser más importante que la vida y, en este caso, la muerte. Pero así no pasó con Pékerman. “El fútbol es la única religión que no tiene ateos”, diría Eduardo Galeano. La decisión del técnico argentino, excluida de cualquier juzgamiento, por supuesto, debe reconocerse. Calificarla es un atrevimiento. Sin embargo, desde una sana tribuna al menos merece consentimiento. Lo que hace Pékerman demuestra, más allá de eso que califican de “compromiso”, respeto hacia su trabajo, si es que ya no lo había demostrado. Y sorprende. Yo espero al menos que el día que muera mi madre, si es que acaso yo no me adelanto, no tenga que ir a trabajar. Y tampoco que prefiera eso sobre el luto. Se trata de la prioridad que tienen las cosas, los momentos. Santa Fe se jugaba la vida contra Vélez Sarafield en la Copa Sudamericana y Ómar Pérez, la figura, el crack, recibió la mala noticia de la muerte de su abuelo . Entonces el reto era diferente, no un pobre amistoso, y Ómar Pérez marcó el gol más triste de su carrera porque su equipo quedó eliminado. Hay muchos casos similares que se deben reconocer, repito. No debe ser fácil tomar una decisión así. Lo que hizo Pékerman refleja un amor genial por este deporte. Nos recuerda la diferencia ente él deber y el querer. Este amor, romántico, es muy diferente al que pregonan falsamente quienes son capaces de matar porque el otro viste otra camiseta. “De la vida aprendí que hay que sufrir por el fútbol y no por amor”, nos cantaría Bob Marley. Seguir a @javieraborda
Actualizado: enero 25, 2017 02:46 p. m.