Tiene solo 19 años pero las cicatrices de una adulta. Ella y una madre que perdió a su hija por la droga también relatan sus testimonios.
Nataly empezó su tragedia cuando fue víctima de un abuso sexual siendo una niña. Sentir no poder compartirlo con nadie o hablarlo pero que no le creyeran la hizo caer en la drogadicción cuando cursaba la mitad de su bachillerato.
Pasaba días enteros entregada a la droga, pero sus padres no lo notaron. Pasó de ser una brillante estudiante a expendedora de estupefacientes. Una completa ‘jibara’ como era conocida en su propio colegio.
Hoy tiene tan solo 19 años y las cicatrices en el alma y en el corazón de una adulta. Confrontándose a sí misma y a sus propios demonios se arrepiente de todas las vidas inocentes que, dice, se llevó por delante.
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En otra orilla, también cargada de dolor, una madre acepta que su hija, a diferencia de Nataly, aún no ha sido rescatada. Parte de su catarsis es reprocharse a sí misma.
Su hija bilingüe, estudiante universitaria de dos carreras, sin saber por qué un día quedó atrapada en las drogas y al otro ya era simplemente una habitante más de la calle.
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En su búsqueda, la mujer conoció lugares inimaginables. Asegura que recorrió el infierno, buscando entre cientos un rostro conocido o simplemente una voz que la llamara ‘mamá’.
“Terminé buscando en todas las partes donde vendían droga en Bogotá. Incluso donde la Policía no entraba”, relata.
Pegó volantes en los postes, visitó las morgues de la ciudad, hasta cuando la encontró en una de las tantas ollas de Bogotá tirada en el piso, drogada, demacrada, delgada, con los dedos quemados, sin algunos dientes, perdida y menos niña.
Pese al fracaso de no poder recuperarla, no se resigna. Dice que no pasa un solo día sin que vaya a buscarla, así sea simplemente para mirarla sin que su hija lo note.
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