Cuando lloran no tienen lágrimas. Su grado de desnutrición es tal que pierden el cabello, el color de su piel y se les ven los huesos.
Y pese a los llamados de medios de comunicación, organismos humanitarios y las propias entidades oficiales siguen falleciendo niños en Colombia por física hambre.
En lo corrido de 2016, y solo hasta noviembre, 63 niños de la etnia wayú habían muerto por causas asociadas a la desnutrición.
Un panorama complejo en el que no hay un solo culpable. A la sequía que azota hace varios años a esa desértica tierra, se suman los millones que han desviado las castas políticas tradicionales de un departamento acosado por el crimen y la corrupción y un Estado cuyas políticas para solucionar el grave problema no son suficientes o no están bien implementadas.
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Peor aún, a este gris panorama se suma intransigencia de algunos padres que, por el machismo o falta de educación, no permiten que delegados del ICBF o de los centros de salud hagan su trabajo para intentar salvar la vida de estos menores.
En común que no autoricen su traslado a los centros de salud o los llevan cuando ya están muriendo y es poco lo que se puede hacer.
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Tras estas decisiones también hay un drama. La gran mayoría de las familias wayú viven casi en la indigencia y desplazarse hasta una ciudad o capital para acompañar al pequeño significa un sacrificio económico que la gran mayoría de las veces no están en capacidad de asumir. Además, en la cultura wayú es la mujer la que lleva la casa, cría los hijos, recolecta el agua, entre otras importantes labores. Si ella se ausenta se altera el orden de la ranchería.
¿Qué hacer entonces?
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictó medidas cautelares para proteger a esta etnia, tras observar in situ sus precarias condiciones.
Sin embargo, sin la voluntad de los políticos locales y un plan más amplio y articulados de los organismos del Estado, las EPS y demás involucrados no es mucho lo que cambiará el panorama.
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Los niños seguirán llorando sin lágrimas.