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En adelante, su única arma será la palabra: Santos a la FARC durante instalación del nuevo Congreso

El presidente dio la bienvenida al nuevo Congreso e hizo un balance de su gestión durante los 8 años que gobernó.

Juan Manuel Santos dio la bienvenida a la nueva bancada que legislará entre 2018 y 2022. Destacó que “es un congreso multicolor, un congreso pluralista (…) donde una decena de partidos o movimientos están representados, en un equilibrio entre las tendencias políticas de derecha, de centro y de izquierda, con todos sus matices”.

En su discurso no quedó por fuera el partido de las FARC y celebró su participación en política tras media década de guerra. “Podemos no estar de acuerdo –y no lo estoy– con su ideología, pero de eso es de lo que se trata la democracia: de resolver las diferencias mediante el debate de las ideas y no por la violencia”, recalcó.

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Sobre su defensa del proceso de paz dijo que los “resultados más visibles” fueron “miles de vidas salvadas, miles de víctimas y heridos que ya no se producen, más inversión, más turismo, más trabajo, más recursos naturales protegidos, más progreso en el campo”.

Este es su discurso completo:

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Hoy instalamos –y lo digo con orgullo y alegría– el Congreso de la República más diverso, más plural, más participativo y más incluyente en más de dos siglos de vida republicana.

Atrás quedaron esos parlamentos dominados por las dos fuerzas políticas tradicionales donde las otras propuestas eran apenas simbólicas minorías.

El Congreso que dictará las leyes por los próximos cuatro años es un congreso multicolor, un congreso pluralista –abigarrado, como diría Gabo–, donde una decena de partidos o movimientos están representados, en un equilibrio entre las tendencias políticas de derecha, de centro y de izquierda, con todos sus matices.

Y tiene otras características que dan fe del buen momento de la democracia colombiana:

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Aquí están –por primera vez– senadores y representantes del partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, nacido de la desmovilización y desarme de las FARC.

A muchos –hay que admitirlo– no les gustará verlos en este escenario del debate y la civilidad.

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En mi caso –y estoy seguro de que así lo comparten millones de colombianos–, me llena de satisfacción que aquellos que por más de medio siglo combatieron con las armas al Estado y a sus instituciones, hoy se sometan a la Constitución y a las leyes de Colombia, como lo hacemos todos.

A mí me llena de esperanza saber que, bajo el compromiso de comparecer a la Justicia Especial para la Paz –como ya han comenzado a hacerlo, al igual que los agentes del Estado–, los nuevos congresistas y miembros del partido FARC cumplirán la promesa que tantas veces ha expresado su líder Rodrigo Londoño: “En adelante, su única arma será la palabra”.

Podemos no estar de acuerdo –y no lo estoy– con su ideología, pero de eso es de lo que se trata la democracia: de resolver las diferencias mediante el debate de las ideas y no por la violencia.

Señores congresistas del partido FARC: ahora que han dejado las armas, ahora que han aceptado aportar a la verdad y acogerse a la justicia transicional, ahora que han jurado respetar nuestra Constitución y las normas y principios de nuestra república… ¡bienvenidos a este templo de la democracia!

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Y también se estrena una figura contemplada en el Estatuto de la Oposición, otro gran avance democrático que logramos después de un cuarto de siglo sin que se pudiera aprobar.

Quienes recibieron la segunda votación en las elecciones presidenciales ingresan automáticamente al Congreso, donde podrán plantear sus propuestas y ejercer control político.

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La oposición gozará de muchas más garantías y muchos más espacios para defender sus posiciones y sus derechos.

Así que no les quepa ninguna duda: este es un Congreso verdaderamente único, un Congreso que no hubiéramos imaginado ni siquiera ocho años atrás, y que hoy es posible gracias al fin del conflicto con la mayor guerrilla del país y del continente, y gracias a la apertura política que se ha logrado en estos años.

¡Hoy el Congreso de Colombia entra –por fin– en el siglo XXI!

Y nuestra democracia –tantas veces maniatada por la exclusión o por la violencia– llega fortalecida a esta nueva era.

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Lo dicen analistas del país y del exterior: las elecciones que se realizaron este año han sido las elecciones más abiertas, más transparentes, más vigiladas, más pacíficas y con más participación en muchísimo tiempo, por no decir en toda nuestra historia.

Fueron unas elecciones sin violencia; sin que tuviéramos que cambiar de sitio una sola mesa de sufragio por problemas de orden público; sin que se quedara un solo colombiano sin votar, por miedo o intimidación, como pasaba antes.

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Y fueron unas elecciones libres, alegres, seguras, en las que los candidatos regresaron a las plazas públicas, y en las que todos pudieron expresar sus opiniones con tranquilidad.

La segunda vuelta se decidió entre dos candidatos de oposición a mi gobierno –uno de derecha, otro de izquierda–, y ninguno puede decir que fue perseguido o que se limitó su libertad para convocar a los ciudadanos. Ni ahora, ni en ningún momento de mi gobierno, a pesar de la implacable oposición que sufrimos.

A todos, absolutamente a todos, los llenamos de garantías, y por eso la gente acudió a las urnas como nunca antes y con una mayor confianza en que se respetaría su voto.

Gracias a esto, hoy tenemos este Congreso diverso. Y tenemos también un presidente electo, a quien entregaré el mando el próximo 7 de agosto, con la satisfacción de hacerlo en el mejor momento de la democracia colombiana.

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Encuentra este Congreso –y encontrará el presidente Duque– una Colombia mejor, una Colombia distinta, más avanzada en muchos aspectos de nuestra realidad.

Cada gobierno hace lo que puede por llevar el país hacia un destino más favorable. Muchas metas se logran, algunas quedan a mitad de camino. Pero todos lo intentan. Así lo hicieron mis antecesores y así también lo hice yo.

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En estos ocho años de trabajo juicioso y perseverante –en el que muchos de ustedes, congresistas, o sus partidos, tuvieron un papel relevante– constituimos un gobierno reformista y de derechos.

Nos consagramos en volver realidad –o al menos progresar en ese esfuerzo– los derechos de los colombianos establecidos en nuestra Constitución.

Lo primero –por supuesto– fue avanzar en la garantía del derecho a la paz.

Cuando hace ocho años dije –en mi discurso de posesión– que la puerta del diálogo no estaba cerrada, muchos se llamaron a escándalo, cuando no hacía otra cosa que proclamar mi obligación constitucional de buscar la paz como un derecho y también un deber de obligatorio cumplimiento.

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Pude haberme quedado quieto. Pude haber seguido la inercia de la guerra en la que ya había sido exitoso, como me lo sugirieron muchos. Pero ni mi conciencia ni la historia me lo hubieran perdonado.

Por eso adelantamos –con responsabilidad y sorteando muchas dificultades– el proceso de paz en La Habana, que produjo un cambio esencial en la realidad y la tranquilidad de los colombianos.

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Hoy –sin ese conflicto– estamos dedicando los mayores esfuerzos NO a la guerra sino a la consolidación de la presencia del Estado, con todos sus beneficios, en esas vastas zonas que estuvieron tanto tiempo aisladas por la violencia.

Hoy tenemos un presupuesto –y así ha sido en los últimos cuatro años– donde el mayor rubro lo tiene la educación y no la guerra.

Hoy vemos una nación invadida por turistas –extranjeros y colombianos– que redescubren sin miedo esta tierra de aves exóticas, de selvas exuberantes, de playas paradisiacas, y de una extraordinaria diversidad ambiental y cultural.

Entregamos una economía con la inversión más alta de su historia, y que el año pasado recibió una inversión extranjera directa que duplica la que teníamos ocho años atrás.

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El 2017 lo cerramos –y esto sí que es importante– con la tasa de homicidios más baja de los últimos cuarenta años.

Y tenemos el menor número de secuestros, el menor número de víctimas por minas antipersonal, el menor número de atentados terroristas…

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Nuestros pabellones de soldados heridos están prácticamente vacíos, y ya no corre a diario la sangre de las víctimas y el llanto de sus familias.

Lo dije hace un año y lo repito hoy, ad portas de regresar a mi condición de ciudadano raso: la popularidad –esa caricia efímera para la vanidad– la sacrifiqué gustoso y la volvería a sacrificar… ¡a cambio de una sola de esas vidas salvadas!

Señoras y señores: esta es la paz que dejamos en plena construcción, que no es mía ni de mi gobierno, sino de todos los colombianos. No es la paz de Santos: es la paz del pueblo.

Y estos son algunos de sus resultados más visibles: miles de vidas salvadas, miles de víctimas y heridos que ya no se producen, más inversión, más turismo, más trabajo, más recursos naturales protegidos, más progreso en el campo…

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Por eso hoy les digo –no como presidente saliente, sino como un colombiano más que quiere a su país– a ustedes, congresistas, y al próximo presidente Duque:

¡Cuiden la paz que está naciendo! ¡Cuídenla! ¡Defiéndanla! ¡Luchen por ella! Porque es el bien más preciado que puede tener cualquier nación.

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Cuiden la paz para que crezca fuerte, para que dé sus frutos… ¡Porque Colombia merece vivir en paz!

Dejamos avanzada de manera importante la implementación del acuerdo con las FARC.

La mejor prueba ha sido ver a sus excomandantes votando por primera vez en su vida y verlos aquí sentados, defendiendo sus ideas con la palabra y no con las balas.

Hoy exhorto al Congreso y al nuevo gobierno a que continúen con la debida implementación de lo pactado.

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La palabra empeñada no es la de Juan Manuel Santos, ustedes lo saben bien: la palabra empeñada es la del Estado colombiano.

Es la palabra del Congreso que refrendó por abrumadora mayoría el acuerdo final –con las modificaciones que en buena hora se hicieron con ocasión del plebiscito–.

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Es la palabra de nuestros jueces que –a través de la Corte Constitucional– declararon la validez del acuerdo y su refrendación.

Es la palabra plasmada en un acuerdo que ha sido conocido, avalado y celebrado como ninguno por la comunidad internacional, que está pendiente –muy pendiente– de su cumplimiento, como ya se lo han dicho al presidente electo.

Y no solo se trata de la palabra empeñada, sino del acatamiento a nuestra Constitución, según la cual “las instituciones y autoridades del Estado tienen la obligación de cumplir de buena fe con el Acuerdo Final”.

Si se persiste en la pretensión de cambiar puntos sustanciales del Acuerdo, se corre el riesgo de –ahí sí– hacer trizas la gobernabilidad y malgastar el tiempo de este Congreso en el empeño inútil de cambiar el pasado, en lugar de dedicarse a la tarea positiva de construir un mejor futuro sobre las bases de reconciliación que dejamos sentadas.

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¡No podemos fallarle a la paz! ¡No podemos fallarle al mundo! ¡No podemos fallarles a las víctimas! ¡No podemos fallarle al futuro de Colombia, y al derecho de nuestros hijos y nietos de vivir en un país sin conflicto, en un país normal!

El proceso con el ELN –por su parte–, con el que buscamos una paz completa, queda andando en La Habana. Aún hoy estamos haciendo los últimos intentos para poder entregar al próximo gobierno un cese al fuego verificable y un acuerdo marco sobre los demás temas de la agenda. Si no logramos firmarlos antes del 7 de agosto, estarán muy adelantados.

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Esperamos –Dios quiera– que la buena voluntad prime, en el gobierno y en los miembros de este último reducto guerrillero, para que se erradique totalmente esta larga, larguísima etapa de la violencia con raíces políticas en nuestro país.

Y subsisten otros retos, que hay que afrontar con decisión, como los asesinatos de líderes sociales –que nos duelen y le duelen a todo el país–. ¡Qué bueno que representantes de todas las vertientes políticas, sin excepción, firmaron la proclama de rechazo a estos asesinatos!

También hay que seguir combatiendo con toda contundencia otros delitos que afectan el día a día de los colombianos, como el hurto y la extorsión.

Para eso, dejamos unas fuerzas armadas –tanto militares como de policía– modernas, fortalecidas y motivadas para enfrentar esos nuevos desafíos de seguridad, en particular la seguridad ciudadana. Son las mejores fuerzas de nuestra historia, y me da gusto poderlo decir.

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La reciente designación de Colombia como el primer país latinoamericano socio global de la OTAN es un reconocimiento a la experiencia, la capacidad y la legitimidad de nuestra fuerza pública.

Hoy –en esta última intervención ante el Congreso– quiero hacer nuevamente un homenaje sentido a los cientos de miles de hombres y mujeres del Ejército, de la Armada, de la Fuerza Aérea, de la Policía, que lo arriesgaron y lo arriesgan todo por proteger nuestra tranquilidad y nuestras vidas. ¡Colombia los saluda con honor y gratitud!

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Hay que perseverar en la lucha contra el narcotráfico.

Hace 47 años el mundo le declaró la guerra a las drogas. Nosotros llevamos casi igual tiempo luchando contra este flagelo que tanto nos ha costado.

Una guerra que llevamos perdiendo medio siglo no la vamos a ganar si no cambiamos de estrategia.

Por eso promovimos en la OEA y en Naciones Unidas un enfoque diferente para tratar este problema, con la autoridad moral de ser el país que ha pagado el mayor costo en esta guerra, una guerra que tiene que ser de todos porque ningún país puede librarla solo.

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Tenemos que seguir combatiendo la cadena del narcotráfico en todos sus eslabones, como se ha venido haciendo. El aumento de los cultivos en los últimos años –que nos preocupa y nos frustra– se ha contrarrestado en parte con un aumento en las incautaciones y en la destrucción de laboratorios. Pero no ha sido suficiente.

Ahora, gracias a la paz, podemos llegar –con el Estado y con el mercado– a esas zonas tan alejadas, y tenemos por primera vez la oportunidad de lograr una reducción permanente de los cultivos, si hacemos funcionar la política dual de erradicación forzosa y sustitución voluntaria.

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Este año tenemos el compromiso de eliminar 110 mil hectáreas –70 mil forzosamente y 40 mil por sustitución voluntaria–, con lo que nos acercamos a la meta de reducir los cultivos a la mitad, que acordamos con Estados Unidos hacerlo en cinco años.

Volver al pasado, a la fumigación, y meter a la cárcel a los campesinos y a los consumidores –que son más bien víctimas y enfermos–, sería volver al fracaso. Hay que arreciar, eso sí, la mano dura contra los traficantes y las mafias.

Volvamos a los derechos fundamentales en cuya realización buscamos avanzar en estos últimos ocho años.

El derecho al trabajo en condiciones dignas y justas…

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Hace ocho años nuestro país tenía menos de 19 millones de personas con empleo. Hoy son 22 millones y medio: ¡3 millones y medio de colombianos MÁS con trabajo!

Y lo mejor es que la mayoría de estos nuevos trabajos –el 70 por ciento– son empleos formales, con todas las prestaciones de ley.

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Esto nos ha permitido bajar el desempleo a un dígito, como lo prometimos, y mantenerlo ahí en los últimos seis años.

Sigue faltando mucho, pues nos quedan más de 2 millones de desempleados. Por eso espero que Colombia siga progresando en la creación y formalización del empleo, como lo hizo en estos años.

Nuestra Constitución ordena al Estado proteger a los más marginados y promover las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva. Y a eso nos consagramos.

Hoy podemos decir que la pobreza por ingresos, que afectaba al 40 por ciento de nuestra población cuando llegamos al gobierno, la dejamos por debajo del 27 por ciento.

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Pero fuimos más allá y, para focalizar mejor la inversión social, aplicamos una medición más estricta, más rigurosa e integral: el índice de pobreza multidimensional desarrollado por mi antiguo profesor, el premio nobel de economía Amartya Sen.

De acuerdo con este índice –en cuya aplicación Colombia ha sido pionera, a mucho honor–, entre el año 2010 y el año 2017, 5 millones 400 mil colombianos superaron la pobreza.

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Y avanzamos –más que cualquier país de América Latina– en disminuir la vergonzosa desigualdad que aún sufre nuestra sociedad. Los ingresos del quintil más pobre de la población crecieron, en proporción, 16 veces más que los del quintil más rico.

Hay todavía mucha pobreza y mucha desigualdad, pero nadie puede negar lo que significa que más de la décima parte de la población del país haya salido de la pobreza, y que tengamos –por primera vez– una nación mayoritariamente de clase media.

El derecho a la educación...

Queda planteada a los colombianos –al nuevo gobierno y al que siga– una meta ambiciosa, que ha sido prioridad de mi gobierno: ser el país mejor educado de América Latina para el año 2025.

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Y ahí quedan las bases para lograrlo. Por ejemplo, dejamos más de 1 millón 300 mil niños en su primera infancia recibiendo atención integral con el programa De Cero a Siempre, que el Congreso convirtió en política de Estado.

Aquí quiero hacer –desde el fondo de mi alma– un reconocimiento a alguien que siempre creyó en este programa.

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¡Gracias, María Clemencia, por llevar De Cero a Siempre en el corazón, y ayudar a convertirlo en una realidad positiva para los niños de Colombia y su futuro!

Y gracias, muchas gracias, por el apoyo que, con mis hijos, me dieron en estos ocho años. Sé lo difícil que fue –gobernar implica sacrificios personales y familiares, someterse a algunas críticas infames– y, por eso, les agradezco tanto.

Decretamos la educación gratuita en todos los planteles oficiales, del grado cero al once. Y dejamos cientos de colegios nuevos y miles de aulas nuevas para poder implementar la jornada única.

Aumentamos casi 20 puntos el porcentaje de bachilleres que ingresan a la educación superior, y tenemos a 40 mil jóvenes de bajos recursos, de casi mil municipios del país, estudiando gratis en las mejores universidades gracias al programa Ser Pilo Paga.

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Dos últimos datos en este tema tan fundamental para el futuro del país, que nos deben llenar de esperanza:

Pasamos de un promedio de 24 niños por cada computador en nuestros colegios a 4 niños por computador. Estuve el sábado pasado en Toca, donde Bolívar durmió antes de la batalla de Boyacá, y los niños se sentían orgullosos de que en su municipio todos los estudiantes tienen computador. Y lo mejor es que están en la red, porque dejamos conectados con fibra óptica y banda ancha a todos los municipios de Colombia.

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Otro resultado, para mí muy importante, es el incremento en el promedio de lectura de los colombianos, que estaba en menos de dos libros al año. Los niños son los que hoy dan ejemplo, pues ellos –entre los 5 y los 11 años– están leyendo más de cinco libros al año, y lo hacen, entre otros lugares, en las 243 nuevas bibliotecas públicas que construimos o modernizamos en este gobierno.

El derecho a la salud...

El sistema de salud en Colombia estaba sumido en una crisis profunda, y dedicamos estos años a trabajar en su recuperación.

Subsisten muchos problemas y deficiencias –es cierto–, pero hay progresos destacables: alcanzamos la cobertura universal, consagramos la salud como un derecho fundamental, y unificamos el plan obligatorio de salud para que no haya más pacientes de primera y segunda categoría.

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Tenemos hoy la cifra de embarazo adolescente más baja en los últimos veinte años; la mortalidad infantil tuvo en los últimos cinco años el mayor descenso en lo que va del siglo; regulamos el precio de más de 2.600 medicamentos, y avanzamos en el saneamiento financiero del sector.

Hay que hacer mucho más, por supuesto –el reto continúa–, para reducir los costos del sistema, erradicar la corrupción que tanto lo ha golpeado y mejorar la calidad y la oportunidad del servicio.

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El derecho a una vivienda digna…

Nos vamos con la satisfacción de que, en estos años, 1 millón 800 mil familias lograron el sueño de tener vivienda propia, reduciendo el déficit habitacional a casi la mitad.

De esas familias, al menos un millón contaron con el apoyo del gobierno, incluidas 275 mil viviendas totalmente gratis en los centros urbanos y en el campo.

Por supuesto, un factor clave en la calidad de un hogar es que tenga los servicios públicos básicos.

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En estos ocho años, 6 millones 800 mil colombianos que no tenían acceso a agua potable, 7 millones 400 mil compatriotas que no contaban con alcantarillado, y 3 millones 400 mil hogares que no tenían gas natural domiciliario, los recibieron por primera vez.

El derecho –tan importante– a gozar de un ambiente sano…

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Colombia es hoy reconocida como un país que se destaca por su política ambiental y la protección de sus recursos naturales.

Miren esto: mientras en 2010 teníamos cerca de 13 millones y medio de hectáreas en áreas protegidas, hoy dejamos 43 millones –un área superior a la de Alemania o Japón–, sumando todos los páramos del país –verdaderas fábricas de agua que antes nadie cuidaba–, los humedales declarados como zonas Ramsar, y las zonas especiales de la Amazonía declaradas reserva forestal.

Hace unos días, volvimos a ampliar el área protegida del maravilloso parque natural de Chiribiquete, que acaba de ser declarado patrimonio mixto de la humanidad por la Unesco.

Subsisten problemas, por supuesto, que hay que enfrentar. La deforestación aumentó el año pasado –sobre todo en la región amazónica–, y debemos combatirla para que nuestro país siga siendo potencia ecológica.

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Hace un mes, precisamente, definimos nuestra frontera agrícola, estableciendo un área de vocación agropecuaria de 40 millones de hectáreas y salvaguardando más de 60 millones de hectáreas de bosques naturales. Así protegemos mejor nuestros ecosistemas, y podemos tener una política agraria más sostenible y eficiente.

El derecho a la recreación y al deporte…

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¡Cuánto hemos hecho en este campo, y cuánto lo hemos disfrutado los colombianos!

Anoche inauguramos los Juegos Centroamericanos y del Caribe en Barranquilla, con el talento de Shakira, y en medio de la fiesta y el orgullo de nuestra zona Caribe y del país.

Colombia se convirtió en potencia deportiva regional, con campeones de talla mundial en muchas disciplinas.

Nuestros atletas batieron récord de medallas en las Olimpiadas de Londres y de Río, y ganaron dos veces los Juegos Bolivarianos y los Juegos Suramericanos. A eso se suman los últimos triunfos en patinaje, en tenis, en squash y, por supuesto, nuestra gran Caterine Ibargüen, que va imparable en la Liga de Diamante.

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Nuestra selección de fútbol nos llenó de ilusión y de amor patrio en los mundiales de Brasil y Rusia, y ahora mismo hacemos fuerza por nuestros ciclistas en el Tour de Francia.

Muchos de esos atletas, de esos deportistas, están saliendo del semillero de campeones que creamos con el programa Supérate, donde compiten cerca de 4 millones de estudiantes.

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Convertimos a Coldeportes en departamento administrativo, multiplicamos su presupuesto, le dimos un lugar en el gabinete, y está a punto de transformarse en el Ministerio del Deporte.

Otro derecho que consagra nuestra carta política es el derecho a la no discriminación.

¡Cómo me alegra poder decir que trabajamos por la inclusión y la protección de las minorías en nuestro país!

Logros como la ley contra la discriminación; la ley para personas en situación de discapacidad; la ley para las víctimas de violencia sexual; la ley de feminicidio; los adelantos en políticas públicas sobre participación y titulación de tierras con las comunidades afrocolombianas e indígenas, son prueba de que avanzamos hacia un país que cuida a los más vulnerables –como recomendaba Mandela– e incluye a los excluidos.

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También se mejoraron las condiciones laborales del servicio doméstico, de las madres comunitarias, de los voluntarios, de la defensa civil, de los bomberos, de los médicos residentes, e incluso de los desempleados, mediante la ley de protección al cesante.

Ni qué decir del que es –tal vez– el mayor compromiso de resarcimiento que haya asumido un Estado con su propia población: la ley de víctimas y restitución de tierras.

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Antes de iniciar el proceso de paz, cuando apenas comenzaba mi primer período, muchos de ustedes aprobaron aquí, en este recinto, esta ley cuya importancia fue tan grande que el mismo secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, vino a su sanción.

Lo que hicimos en estos ocho años ha sido pararnos en la orilla correcta de la historia, que no es otra que la orilla de las víctimas, y trabajar por la garantía de sus derechos.

La ley de víctimas estableció un horizonte de cumplimiento que va hasta el año 2021, y podemos dar parte de que en este mandato dejamos creadas y funcionando en todo el país las instituciones para su ejecución.

Hemos entregado asistencia y ayuda humanitaria a 4 millones de víctimas, y hemos indemnizado a más de 800 mil. En cuanto a las tierras que deben ser devueltas a los campesinos desplazados, se han restituido ya, por sentencia judicial, 300 mil hectáreas, y hay otras 700 mil hectáreas en manos de los jueces, pendientes de fallo para ser entregadas con proyectos productivos.

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¡Colombia está pagando una deuda histórica, una deuda moral, con quienes más sufrieron los efectos de la guerra que –en buena hora– estamos dejando atrás!

Para hacer efectivos todos estos derechos que consagra nuestra Constitución se requirieron reformas de hondo calado, y mantener una economía más fuerte y dinámica que permitiera su realización.

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Quien estudie estos últimos ocho años podrá dar cuenta de la agenda reformista más ambiciosa de la historia reciente.

Una agenda que sacamos adelante con el buen trabajo del Congreso de la República, y que incluye la reforma a las regalías; la ley de ordenamiento territorial, luego de 19 intentos fallidos; un severo estatuto anticorrupción; la reforma de sostenibilidad fiscal y la ley de regla fiscal, que garantizan el manejo responsable de las finanzas públicas; la ley de víctimas y de restitución de tierras; la ley que autoriza la creación de las Zidres –que, por cierto, dejaremos creada la primera en Puerto López, Meta–; el estatuto de la oposición; la eliminación de la reelección, entre muchas otras.

También avanzamos –aunque no tanto como hubiéramos querido– en el tema de la justicia. La modernizamos con los nuevos códigos general del proceso, el administrativo y el penitenciario; el estatuto de arbitraje; la ley de pequeñas causas, y –hace unos días– la ley que establece el procedimiento para el sometimiento colectivo de bandas criminales como el Clan del Golfo, al que –por cierto– hemos golpeado con más contundencia que nunca. Por eso se están sometiendo.

Crecimos el presupuesto de la rama judicial en un 119 por ciento y creamos 18 mil nuevos cupos en las cárceles.

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Pero debo reconocer que quedamos debiendo una verdadera reforma para mejorar nuestra justicia, al igual que una reforma que haga más viable y más justo el sistema pensional.

En materia económica, logramos mantener el curso de la nave a pesar de las recias tormentas que nos afectaron.

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Hoy nadie duda de que la economía –que se había desacelerado en los dos últimos años– se encuentra en plena reactivación.

Entregamos un país con grado de inversión; un país con una inflación controlada, cercana al 3 por ciento; con las exportaciones creciendo; con una tasa de inversión superior al 27 por ciento del PIB, que es la más alta de América Latina; con el desempleo en un solo dígito, y con una perspectiva de crecimiento para el año entrante que podría aproximarse al 4 por ciento.

Dejamos también un sector rural en alza, beneficiado por la tranquilidad que ha llegado con los acuerdos de paz, y con dos millones de nuevas hectáreas cultivadas.

Es crucial, señores congresistas, que aprueben en esta legislatura las iniciativas que forman parte del capítulo de desarrollo rural integral del acuerdo de paz.

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No tanto ni solo porque estén en el acuerdo, sino porque constituyen una deuda largamente aplazada con nuestro campo.

Hoy –justamente– radicamos el proyecto de ley de tierras, que finalmente superó las consultas previas.

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Cuando llegamos al gobierno nos tenían bloqueada la aprobación de los más importantes tratados de libre comercio. Hoy llegamos con acceso preferencial a 1.500 millones de consumidores no solo en América Latina sino en Estados Unidos, Canadá, Europa y Corea del Sur.

Nos propusimos un desafío muy difícil –muchos decían que inalcanzable–, que era ingresar a la OCDE, la organización que reúne a las naciones de mejores prácticas económicas, sociales y de gobierno del planeta. ¡Y lo logramos!

Ser parte de la OCDE genera confianza, y la confianza –en un círculo virtuoso– genera inversión… la inversión genera empleo… y el empleo genera bienestar.

¡Y qué decir de la infraestructura! Aquí avanzamos como nunca antes, y dejamos andando proyectos que cambiarán para siempre la faz de Colombia y la movilidad entre nuestras regiones.

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Colombia está en obra y seguirá en obra, generando progreso y empleo.

En toda la historia se habían construido poco más de 700 kilómetros de dobles calzadas. En estos ocho años hemos construido 1.400 kilómetros –el doble que en toda la historia–, con lo que dejamos 2.100 kilómetros de dobles calzadas operando, además de otros 900 kilómetros contratados.

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Con el programa de concesiones viales de cuarta generación, dejamos en marcha 30 grandes proyectos.

Pero no solo trabajamos en las grandes autopistas. Construimos 2.500 kilómetros e intervenimos 38.000 kilómetros de vías terciarias. También construimos o ampliamos 56 aeropuertos, y avanzamos en la modernización y eficiencia de nuestros puertos.

No seré yo quien inaugure muchas de las obras que quedan en marcha, pero me voy con la satisfacción de haber realizado una verdadera revolución en materia de vías e infraestructura, y de haber reducido el enorme rezago que teníamos.

Colombia es hoy también un actor relevante y reconocido en el panorama internacional.

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Somos socios fundadores de la Alianza del Pacífico, el proceso de integración más exitoso en América Latina. La próxima semana tendremos la cumbre presidencial en México.

Propusimos y promovimos los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que se convirtieron en la agenda mundial para el año 2030, y nos convertimos en protagonistas en la lucha contra el cambio climático.

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Los colombianos, que antes éramos vistos con recelo en los controles migratorios del mundo, ahora podemos entrar sin visa a 91 países, cuando hasta hace poco nos imponían este humillante requisito incluso en las más pequeñas islas del Caribe. ¡Ese es el fruto de una política exterior proactiva, responsable y seria!

Frente al diferendo con Nicaragua, hicimos todo lo que se podía hacer. Nos defendimos con todos los argumentos y procedimientos que estaban a nuestra disposición. Y dejamos sentadas las bases para seguirnos defendiendo de las absurdas pretensiones de ese país.

Nos duele –nos sigue doliendo– Venezuela. Condenamos una vez más ese régimen oprobioso que ha producido tanta miseria, y somos solidarios con el pueblo venezolano que tanto está sufriendo.

A nuestros hermanos venezolanos que han buscado refugio en nuestro suelo los hemos recibido con generosidad, pero de forma ordenada y controlada. Colombia debe seguir a la vanguardia regional e internacional para lograr el restablecimiento de la democracia en Venezuela. Y con la misma vehemencia debemos rechazar lo que sucede en Nicaragua.

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Y hay una lucha que hemos librado, y que debemos seguir dando en las esferas públicas y privadas: la lucha contra la corrupción.

La corrupción ha sido –históricamente– un freno para el desarrollo de Colombia y de muchas naciones, y creamos normas e iniciativas para combatirla, como la agencia Colombia Compra Eficiente, el estatuto anticorrupción que ya mencioné, la ley de transparencia y acceso a la información pública, la ley antisoborno, la ley estatutaria de participación ciudadana, y la implementación de los pliegos tipo, para erradicar las adjudicaciones amañadas en las licitaciones.

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Pero no podemos llamarnos a engaño. Los corruptos siguen haciendo de las suyas, siguen siendo el cáncer de la sociedad, y debemos mantener y redoblar esta cruzada por la integridad.

Queridos colombianos, apreciados congresistas:

Como todo gobernante, he hecho lo que estuvo a mi alcance –con aciertos y también con equivocaciones– para mejorar la calidad de vida de nuestra población.

Cuatro logros a los que me referí antes –el fin del conflicto con las FARC, la creación de millones de empleos, el progreso en la equidad gracias a la disminución de la pobreza y la desigualdad, y los avances en educación–, me producen especial satisfacción.

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Este ha sido el resultado de un trabajo en equipo con el Congreso, con las Cortes, con las instituciones del Estado, con más de un millón de servidores públicos, y con los empresarios y los ciudadanos que contribuyeron a acercarnos a esa visión de ser una Colombia en paz, con más equidad y mejor educada.

Quedan grandes retos, queda siempre mucho por hacer, y mis deseos más fervorosos son que el gobierno del presidente electo y este nuevo Congreso tengan éxito y sigan llevando nuestra nave hacia el puerto del progreso, la justicia social y la paz.

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Mi recomendación a ustedes, señores congresistas –y a los colombianos–, es que construyan los comunes denominadores, los acuerdos mínimos que necesita toda democracia para ser gobernable.

Que impere la moderación sobre la polarización: esa moderación que Sócrates definía como la antítesis de los extremos; esa moderación que Platón consideraba como virtud cardinal de la república; esa moderación que el padre de la democracia americana, George Washington, calificó como indispensable para evitar los extremos autoritarios y el populismo.

Y una última petición: recordemos las palabras que nuestro propio padre de la patria pronunció en el Congreso de Angostura y que vienen como anillo al dedo casi 200 años más tarde:

Para sacar adelante nuestra república –imploraba Bolívar–, “todas nuestras facultades morales no serán bastantes si no fundimos la masa del pueblo en un todo; la composición del gobierno en un todo; la legislación en un todo, y el espíritu nacional en un todo. ¡Unidad, unidad, unidad, debe ser nuestra divisa!”.

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Eso les pido: moderación y unidad.

Este humilde servidor se despide con gratitud –con mucha gratitud– por haber tenido el inmenso honor de servirle al país.

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Regreso con alegría a mi condición de simple ciudadano, retirado de la política pero siempre dispuesto a acompañar todo lo que favorezca a nuestra nación y a la paz del mundo.

Con la esperanza de que nuestra querida Colombia continúe avanzando, superando sus desafíos y consolidando la paz, declaro oficialmente instalada la legislatura del Congreso de la República para el período 2018-2019.

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