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'La rebelión de las ratas': cuando la realidad supera la ficción

No hubo rebelión, en eso coinciden todos, pero en la piel del minero, el hollín fue y sigue siendo una marca de sufrimiento y pobreza. Informe especial sobre el libro de Fernando Soto Aparicio.

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Después de buscar la realidad en la ficción de 'Cien años de soledad', 'La Voragine' y 'María', el subdirector de Noticias Caracol, Alberto Medina, sigue tras las huellas de las grandes obras de la literatura colombiana. Esta vez, descendió con su equipo a lo más profundo de una mina de carbón en busca de los secretos de 'La rebelión de las ratas'. Esta es la primera entrega de "La vida en la oscuridad", grabada antes de que empezara la pandemia.

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Desde las entrañas de la tierra, los mineros del carbón viven su trabajo como si fuera una extensión de la noche.

“Prácticamente usted está las 24 horas en lo oscuro", dice Edwin Gallo, minero de Boyacá.

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Hablan de lo que Fernando Soto Aparicio relató hace casi sesenta años en su obra cumbre: 'La rebelión de las ratas'.

“El riesgo siempre existe desde que uno entra a trabajar y uno no sabe si vuelve a salir”, recalca el también minero Alonso Quiñónez.

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Para entenderlo y plasmarlo en la novela, el autor se vistió con la piel del minero.

“Mi padre se metió a las minas para sentir y vivir qué era ser minero antes de sentarse a escribir su novela”, explica Martha Soto Mancipe, hija de Fernando.

Martha lo recuerda como un hombre nostálgico, abrumado por el cambio rotundo del paisaje en su Boyacá del alma, cuando la minería brotó de la tierra que antes daba frutos. Así lo atestigua la novela.

“Antes todo era sencillez, rusticidad, paz. Y de pronto el valle se vio invadido por las máquinas; el medio día fue roto por el grito estridente de las sirenas; los caminos se perdieron bajo toneladas de polvo y anchas vías cruzaron el verdor de los sembrados”

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Tomas Charris, un ingeniero costeño de minas y metalurgia, que llegó a Boyacá hace 58 años y se vinculó a la siderúrgica acerías Paz del Río, fue testigo de las heridas de la tierra.

"Había más árboles de eucalipto, había más vegetación, había más paisaje campesino. Después, con la minería, ese paisaje empieza a cambiar y se ven las bocaminas llenas de roca que extraen de la mina", sostiene.

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“Luego de conquistada la tierra vino la invasión mecánica: camiones, palas, grúas… crujieron las montañas centenarias al sentir en su base la puñalada del acero", se lee en el libro.

En el relato del escritor y en la realidad, los hombres cambiaron las cosechas por el carbón, salieron del campo y entraron a la mina. Reynaldo Caballero, quien vive entre lecturas y escrituras, fue también testigo del profundo cambio que vivió la provincia de Valderrama, en Boyacá.

"A medida que iban trabajando la minería se volvían más mineros que campesinos, hasta que llega un punto que ya dejaron de ser campesinos y se volvieron netamente mineros. Eso fue lo que yo conocí", reitera.

En la obra, la transformación quedó plasmada en los rostros de los hombres.

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“Ya no era la cara ancha y sonrosada del sembrador (…) eran pieles ajadas por el sudor, ennegrecidas por el hollín”

La historia de Rudecindo y su familia es la historia de la pobreza en medio de la opulencia del carbón. Mujeres como Pastora, la esposa de Rudecindo, siguen lavando ropa en la quebrada, sesenta años después de publicada la novela.

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Yaneth Pinto es una de las viudas de la tragedia de Corrales, ocurrida el 7 de diciembre de 2017.

"Él trabajaba en una mina de carbón y entonces hubo una explosión de gas metano y pues ahí sucedió todo", afirma.

Fueron nueve los muertos, nueve mineros… la vida a cambio de nada porque el oficio de minero no sacó a su familia de la pobreza.

"Es un trabajo muy duro y no es valorado. No ganan lo suficiente, sino el mínimo. Es un trabajo duro, riesgoso, como dijera yo, riesgoso porque ellos no se sabe si vuelven o no vuelven porque es terrible", lamenta Yaneth.

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Y cuenta que el dueño de la mina jamás los indemnizó.

"El señor se perdió. Yo le preguntaba que dónde lo tenía afiliado y antes bien bravo, grosero, no prestó ayuda. Para no decirlo, un gamín. Pero cuando estaba en vida, mejor dicho, ahí sí venga para acá que toca hacer esto. Después que pasó esto, se olvidó de nosotros", concluye la viuda.

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Eran las tragedias de siempre, las que Rudecindo sintió en el socavón.

“Y pensó, con temor, en que la montaña era como un ser tangible, racional, que quisiera vengarse de su intrusión echándoles encima sus entrañas"

Carlos Roberto Soto Mancipe es el encargado por la familia de preservar el tesoro literario y humano de su padre: Fernando Soto denunciaba las injusticias sociales con la misma fuerza con la que defendía la naturaleza.

“Él siempre pensaba que el progreso tenía eso de malo, acabar absolutamente todo", reflexiona Carlos.

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Y el libro lo respalda: “A eso lo llamaban algunos, pomposamente, civilización, progreso. (…) tales cosas decían los oradores que acudieron a convencer a los campesinos de la conveniencia de abandonar las cosechas, de trocar la azada por la piqueta, de cambiar el maíz por las piedras negras del carbón".

“Los campos iban desapareciendo por la llegada, en este caso, de las grandes máquinas, de las grandes grúas que iban a sacar el carbón", complementa Carlos.

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La ficción se parece a la realidad y a veces la sobrepasa. No hubo rebelión, en eso coinciden todos, pero en la piel del minero, el hollín es una marca del sufrimiento y de la pobreza.

Espinel, el líder de la rebelión en la obra, cuestiona a los dueños de la minas porque condenan a sus trabajadores a la miseria.

“La civilización es progreso y éste no consiste en sacar carbón de una roca y meter, en cambio, hombres para que se pudran (...)"

El museo que la Universidad Militar Nueva Granada en nombre de Fernando Soto Aparicio es un escenario de memoria levantado sobre los amores naturales del escritor.

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"Él era, básicamente, amor por la tierra, amor por los árboles, amor por el agua".

Recordar al padre, cuatro años después de su muerte, es extraer de la memoria el sonido de su máquina de escribir.

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"Aprendimos a respetar profundamente su silencio creador y el otro ruido de su máquina”, dicen sus hijos.

De ese acto creador surgieron muchos pueblos, y muchos hombres y mujeres. Surgió Timbalí, un pueblo de la ficción muy parecido a la realidad de su departamento: Boyacá.

'La rebelión de las ratas' era su protesta contra el concepto de progreso que se tomó a la sociedad, era su crítica a esa forma de economía que empezaba a imponerse en la región por los años cincuenta del siglo pasado: la economía minera.