“Es un error, soy un niño”, decía la pequeña de siete años, que ahora inspira a otros en situaciones similares a salir adelante.
Esta frase fue repetida durante meses en casa y en la escuela, y acompañada por crecientes señales de depresión, lo que convenció a los padres que Mia debía pasar a ser Jacob a los ojos del mundo.
Mimi y Joe Lemay viven en una gran casa con jardín, como muchas que hay en Melrose, un suburbio coqueto y familiar al norte de Boston. Tienen dos hijas, de 8 y 4 años, y ahora un niño de 7, antes llamado Mia y rebautizado oficialmente como Jacob en 2014, a sus 4 años.
En momentos en que el debate sobre los niños transgénero sacude a Estados Unidos, sobre todo tras la revocación en febrero por parte del gobierno de Donald Trump de una norma de la era Obama que permitía a estudiantes transgénero utilizar los baños adecuados a su identidad de género, estos jóvenes padres comparten con otros la experiencia que estremeció sus certezas y sacudió a la familia.
Y su experiencia es al parecer similar a la de varios cientos de familias en Estados Unidos, según una página Facebook dedicada al tema, aunque no hay cifras oficiales sobre la cantidad de niños transgénero.
Han pasado casi tres años desde que los Lemay aceptaron la "transición" de su hijo.
Aunque el entorno la aceptó generalmente bien, Mimi reconoce haber pasado "momentos difíciles", "jornadas de dolor auténtico".
"Soy muy feliz de ver a mi hijo desarrollarse plenamente, pero me preocupa también la hostilidad del mundo y hay también un sentimiento de pérdida", dice.
Pero los Lemay no se arrepienten de nada: Jacob, con su cabello cortado a cepillo, y que dice adorar tanto el fútbol como la costura con la sonrisa de un niño que pierde sus primeros dientes, recuperó rápidamente la alegría de vivir. Esa es "la mejor de las terapias", según Mimi.
Una luz volvió a encenderse
Apenas unas semanas después de la transición, cuenta Joe, Jacob "volvió a reír, estaba contento de levantarse por las mañanas".
"Fue como si alguien hubiera súbitamente vuelto a encender la luz", dice Mimi.
Esta madre de 40 años, criada en un hogar judío ultraortodoxo que abandonó cuando llegó a la mayoría de edad, subraya también cómo la ruptura con su pasado la ayudó a atravesar esta prueba.
"Habiendo pasado por eso, era para mí más fácil decir a mi hijo: 'sean cuales sean las normas sociales, te veo, veo la persona que está dentro de ti y eso es mucho más importante para mí, no necesito respetar las convenciones'", cuenta.
Su marido Joe, de 39 años y cofundador de una start-up que hace carnets de notas digitales, también se muestra satisfecho de la decisión.
"Nadie tiene ganas de tener un niño muy diferente de los otros, tan diferente que le cause problemas en la vida. Imagínense cómo me sentía", relata.
"Pero había visto a mi hijo -yo le llamaba 'bebé Buda'- tan lleno de vida, sonriente, tornarse cada vez más sombrío y ceñudo".
Después de haber consultado a especialistas y a asociaciones de niños transgénero, la opción era clara, señala.
Si se negaban a que fuera un niño, "continuaría viviendo en la vergüenza y corría el riesgo de desarrollar verdaderos problemas mentales", sobre todo con un riesgo elevado de suicidio.
Si lo aceptaban, las reacciones del entorno podrían "molestarnos enormemente, quizás obligarnos a mudarnos", pero eso parecía menos grave.
Al final, "la decisión conservadora era la transición, y el verdadero riesgo era decir 'No, no ahora', o simplemente 'no'", analiza.
Un salvavidas
Los Lemay ignoran lo que pasará cuando Jacob llegue a la pubertad, si querrá o no iniciar un tratamiento hormonal con una eventual operación que lo transformaría de manera definitiva.
Pero se ven a sí mismos como un salvavidas para otros padres confrontados a niños que rechazan la identidad sexual dictada por su cuerpo. En las redes sociales, durante seminarios sobre cuestiones transgénero o en el seno de asociaciones de defensa de los derechos LGBT, testimonian frecuentemente sobre la armonía que ha recuperado su hijo.
Un testimonio esencial en su opinión, dada "la fuerte hostilidad a la idea de que un niño pueda ser transgénero. Es un umbral mental que muchos no logran franquear", dice Mimi.
Sin embargo, los Lemay reconocen que debido a sus medios y su educación, son "privilegiados". Y además viven en Massachusetts, un estado entre los más progresistas de Estados Unidos, que fue el primero en legalizar el casamiento homosexual.
Luego de su transición en junio de 2014, Jacob pudo cambiar de escuela y ser aceptado de entrada como un chico, sin que sus nuevos compañeros conocieran su identidad anterior.
Con la ayuda del distrito escolar, la directora de su nueva escuela, Mary Beth Maranto, cuenta que organizó una formación para el personal que permitió "aprender muchas cosas sobre la población transgénero" y "familiarizarnos con esta nueva parte de nuestra cultura".
"La sociedad va a terminar por aceptar esto", dice Joe. "Las redes sociales permiten que la gente aprenda una de otra, las familias pueden reencontrarse y ya nadie más pueda pretender que esto no existe".
Catherine Triomphe / AFP
Updated: mayo 19, 2017 05:33 p. m.