
En un país donde la vejez suele ser sinónimo de abandono, un niño de nueve años decidió que los abuelos no morirían solos ni con hambre. Su nombre es Albeiro Vargas, y su historia, que comenzó en las lomas del norte de Bucaramanga, es hoy un testimonio de resistencia, amor y dignidad. Los Informantes lo acompañó y recorrieron las calles que lo vieron crecer y donde su legado sigue transformando vidas.
Antes de convertirse en el ‘Ángel del Norte’, Albeiro fue un niño desplazado por la violencia. Sus padres llegaron a una invasión en Bucaramanga huyendo de Puerto Wilches, escapando de guerrilleros y paramilitares. Allí, entre montañas de basura, construyeron su rancho. Era un entorno difícil llego de balas, gritos, prostitución, drogas y grupos armados.
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Mientras otros niños jugaban en las calles, Albeiro pasaba sus días con su abuelo Josefito, su mejor amigo, hasta que falleció. “Al morir mi abuelo queda el vacío. Y ahora, ¿con quién voy a jugar? ¿A quién le voy a enseñar las vocales?”, recordó. Fue entonces cuando comenzó a buscar otros abuelitos en el barrio, y con ellos encontró una pasión: regalar sonrisas y compañía.
Una misión y vocación para transformar vidas
A los nueve años, con apenas 1.30 de estatura y una convicción admirable, Albeiro decidió que los adultos mayores no se iban a morir de hambre. Cada mañana, subía a las lomas del norte de Bucaramanga cargando ollas de comida. Eran los años 90, y en esos cerros vivían cientos de abuelitos sin familia, sin pensión, sin nada.
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“Hasta que llegué a la casa de una abuelita que me impactó mucho. Estaba mascando colillas de cigarrillo, estaba comiendo mugre y me fui corriendo a la casa, al ranchito donde nací y le robé un pan a mi mamá”, contó. Desde entonces, cada mañana, a las 5:30 a.m., entraba a los ranchitos con café y pan. Una labor que lo llenaba de alegría.

Pero pronto se enfrentó con una dura realidad: sus nuevos amigos empezaron a morir enfermos, solos y olvidados. “Tener que salir a pedir limosna para poder comprar un ataúd, tener que ir a buscar cómo enterrarlos. Mi mamá tenía que irse a la funeraria y hablar con el dueño para decirle, ‘señor, no tenemos completo, toca que nos fíe’”, recordó.
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Cuando no lograban reunir el dinero, debían recurrir al servicio municipal: una bolsa plástica en una fosa común. “Creo que esas son de las cosas que me impactaron desde niño, que esos superhéroes, esos amigos míos que se tengan que morir, no tuvieron siquiera un entierro digno”, contó con tristeza.
Un documental que cruzó fronteras
La historia de Albeiro era tan increíble que desde Francia llegaron periodistas para comprobar si era verdad. “Hablaban francés, yo no les entendía mucho. Les dije, ‘yo no puedo atenderlos, estoy ocupado’. Claro, eso le impactó mucho a Tony Comiti que un niño de 10 años le diga eso porque en ese momento yo iba con el café”, recordó.
El resultado fue un documental que lo convirtió en símbolo de esperanza. Lo invitaron a París, donde cientos de personas comenzaron a llamar para ayudar al ‘Ángel del Norte’. “Para mí eso era una locura. Yo le dije a mi mamá ‘eso como que es lejos’. Y mi mamá se levantó temprano y llevaba papas con carne frita”, contó entre risas.

Ángeles Custodios: la fundación que dignifica la vejez
Hoy, Albeiro tiene 47 años, es gerontólogo y por sus manos han pasado más de 11.000 adultos mayores. Su obra más visible es la Fundación Ángeles Custodios, ubicada a las afueras de Bucaramanga. Allí viven 100 adultos mayores, y otros 250 llegan cada día en buses que los recogen en sus casas.
En este lugar, los abuelos juegan, bailan, reciben atención médica gratuita y, lo más importante, trabajan. Albeiro creó una moneda interna que no se devalúa. Los adultos mayores ganan su sueldo y recuperan algo que creían perdido: la dignidad, la independencia, el derecho a comprar sin pedir limosna.
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Cuando la labor se volvió inmensa, Albeiro pidió ayuda. Primero a su mamá, luego a los niños del barrio. Hoy, niños entre 8 y 16 años bajan de las mismas lomas que el recorrió de pequeño cada día para acompañar a los adultos mayores. Son parte de una red de afecto que se ha tejido con años de esfuerzo y amor.
“Yo creo que necesitamos muchos Albeiros, muchos locos, locos apasionados, locos soñadores”, dice. Y tiene razón. Su historia demuestra que la compasión puede ser revolucionaria, que un niño con pan y café puede cambiar el destino de miles de personas.
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Han pasado casi 40 años desde que Albeiro comenzó su labor, pero muchas cosas no han cambiado. Los abuelitos siguen viviendo solos, esperando visitas que no llegan, muriéndose de abandono.
Sin embargo, gracias a Albeiro, cientos de ellos han encontrado un refugio, una familia y una razón para seguir viviendo.