Agentes del CTI tuvieron que inventarse historias y recurrir a tácticas extremas para no llamar la atención de Los Sayayines.
“Me inventé mi historia: que era ladrón, que vivía en Las Cruces, pero me acababa de ir de mi casa y que estaba empezando con el bazuco. Uno de los recicladores incluso me daba consejos. Ellos fueron muy importantes para entrar al Bronx”, cuenta uno de los infiltrados.
Aunque él logro pasar desapercibido entre quienes se movían en esa temida L, otros compañeros suyos no tuvieron la misma suerte. A dos los descubrieron y los torturaron.
En el Bronx muchos parecían estar en las nubes, pero otros siempre estaban vigilando. Hasta francotiradores había rondando por ahí. Por eso mantener una fachada era fundamental, dicen autoridades.
Publicidad
“Cuando entré del todo, perdí el contacto con los de afuera. El éxito de estas misiones es olvidarse de que uno tiene otra vida. Esta es la vida, mi hermano”, le contó otro infiltrado a El Espectador.
Agregan que “a uno lo pueden descubrir por tener la ropa interior limpia”. Por eso se acostumbraron a dormir con las ratas, a las cuales ni movían porque “compartían calor”.
Publicidad
Uno de los infiltrados reveló algunas de las cosas que hizo para no despertar sospecha: se convirtió en “el loquito que cantaba”, llenaba una pipa de papel picado y echaba humo para disimular.
“Me juntaba con los ‘basuqueros’ para que el olor se le impregnara”, dice. Lo que tuvieron que ver es otra historia; una de terror.
“Entraba mucha peladita, niñas vestiditas para la rumba y uno escuchaba los comentarios que decían ‘que esa vieja estaba buena’. Uno se ponía a mirar eran niñas de 13 o 14 años”, relata un oficial de inteligencia de la Policía de Bogotá que estuvo más de dos meses en ese infierno llamado Bronx.
Publicidad
También vieron de primera mano que el mito de los perros que torturaban o devoraban cuerpos era una realidad. “Despedazados, los sacaban en bolsas de basura”, sostienen.
Julián Quintana, entonces director del CTI, aseguró que en la intervención encontraron “unas canecas donde, según los testigos, una vez que descuartizaban a la gente, la metían allí para deshacerse de su cuerpo”.
Publicidad
Ya adentro, mantener informados a sus superiores era de las partes más complicadas de la misión.
Contaban historias tristes o decían que querían contactar a la familia para que les dieran una llamada. “Por lástima le regalan a uno un minutico”, confiesa uno.
Algunos, que pasaron meses allá, solo hablaron un par de veces con sus jefes.
Y es que, en medio de las decenas de botellas tiradas de licor en el piso, los hoteles donde tenían sexo con niños, las armas que iban y venían, estos héroes silenciosos jugaron un papel clave para que la intervención en mayo de 2016 pudiera realizarse.
Publicidad
Le puede interesar:
¿Es verdad que hubo un cocodrilo en el Bronx de Bogotá? Cantantes y músicos en el Bronx de Bogotá: los talentos que la droga casi desafina