El hombre que armó un ejército para convertir siete reinos en la gran China y que ordenó esculpir un batallón de soldados de arcilla para salvaguardarse de la muerte después de la muerte, se convirtió en uno de los primeros censores de la historia.
Autoproclamado Primer Emperador de China, Shíh Huang Ti no le encontró sentido alguno al pasado antes de su existencia y ordenó la primera quema de libros de la que se tenga noticia en la historia de la humanidad. En el 213 a. C. ardieron los textos de historia y la sabiduría del Taoísmo y el Confucionismo.
Pero no solo armó fogatas con los libros para borrarlos de la conciencia del pueblo, sino que además ordenó la ejecución de 460 sabios de todas las escuelas del pensamiento porque amenazaban la nueva versión de la historia que planeaba contar.
Bellamente, como todo lo de Borges, la historia fue contada en La muralla y los libros.
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Tres mil años de cronología tenían los chinos (y en esos años, el Emperador Amarillo y Chuang Tzu y Confucio y Lao Tzu), cuando Shíh Huang Ti ordenó que la historia comenzara con él.
La orden del emperador incluía un cruel castigo para todos aquellos que ocultaran libros. Eran condenados a trabajar hasta la muerte, con una marca de hierro en su rostro, en la construcción de otro de sus sueños de grandeza: la Muralla China.
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Pasado un siglo de la muerte del emperador, Sima Qian, considerado el Heródoto chino, trabajó con impulso de reportero en la recuperación de la historia que un hombre quiso borrar desde la soberbia del poder y desde las ansias de la inmortalidad. “Quienes no olvidan el pasado son amos del futuro”, escribió como si aludiera al desaparecido emperador.
Shíh Huang Ti no solo quería buscar la inmortalidad borrando la historia, sino que puso a los alquimistas a trabajar en la fórmula mágica que le permitiera quedarse reinando para siempre entre los hombres como un Dios.
Por supuesto la empresa fracasó, pero sus ocho mil guerreros de terracota, erigidos por escultores capaces de captar los rasgos de los hombres de todos los reinos aunados en el imperio, se quedaron protegiendo por siglos la ciudadela de la muerte construida bajo tierra.
Los libros en el fuego, la búsqueda del elíxir de la inmortalidad, la ciudad erigida como tumba y la muralla sugieren para Borges una maravillosa conclusión.
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La muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mágicas destinadas a detener la muerte.
Los soldados de terracota fueron hallados en 1974 y desde entonces sus rostros de arcilla parecen confirmar la inmortalidad del emperador que quiso borrar tres mil años de historia y desterrar de la memoria colectiva a sabios como Confucio, el gran filósofo de la ética de la vida que pregonaba que un buen gobernante se ganaba al pueblo con principios morales.
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