El restaurante flotante era centro de eventos y comidas para el turismo, pero hoy es un refugio para la supervivencia en una región amenazada por el COVID-19.
Temiendo entonces la catástrofe que venía, Héctor Ángel Castillo y su familia salieron en marzo pasado de Leticia y se instalaron en su negocio turístico, un restaurante flotante, a orillas del Amazonas, en la isla de la Fantasía.
Hoy, mientras el cementerio de la ciudad se rebosa, los contagiados por el coronavirus se multiplican y el gobierno habla de conmoción interior para atender la emergencia, desde la balsa de los Castillo la cuarentena parece menos dura y la hecatombe más llevadera.
La cosa es tan grave en la región que por fin Bogotá está mirando a Leticia.
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Mientras el virus extiende como el Abrazo de la serpiente, la Amazonía vive en estado de pánico. El río más largo y caudaloso del mundo es testigo de la soledad de sus aguas.
Aun así, los Castillo afrontan la peste con buena cara. Su confinamiento es inteligente, como diría Iván Duque.
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“A veces nos ponemos a pescar, mirar atardeceres, mirar pasar los delfines grises, ese es el día a día aquí en la balsa y de verdad orar mucho por la gente de Leticia, por la gente en el mundo, por todo mundo, que esto nos pase rápido”, cuenta desde su balsa Héctor Ángel Castillo, guía turístico en Leticia.
Pero no todo es color de rosa, muy a pesar de tener asegurados atardeceres envidiables, la plata escasea, porque turistas ya no hay.
La balsa Pirarucú capotea como puede el temporal de la estrechez. Los bancos ya están llamando para reclamar por los atrasos.
“Pienso que esto ha hecho una gran oportunidad para uno estar más cerca a sus hijos, a su esposa. Yo creo que hay cosas buenas en el virus también, que nos ha traído la unión para poder compartir más con los hijos. ¿Cuándo se había visto esto que un padre tuviera dos meses con su esposa, con sus hijos en casa?”, reflexiona Castillo.
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