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Los soldados que se negaron a cometer un falso positivo piden volver al Ejército

Hace 15 años, 19 soldados se negaron a asesinar a una niña, como dicen que les ordenó un superior. La decisión les costó su carrera. Hoy se dedican al rebusque, como mototaxistas, vigilantes o mensajeros, y piden que los reintegren al Ejército.

El calvario de soldados que se negaron a cometer un falso positivo

Jeider Ospino y Job Mendoza son dos de los 19 integrantes de Atila 1, la compañía que guarda una de las historias más paradójicas del Ejército colombiano. “La compañía Atila 1 era un grupo especial que fuimos retirados en 2008 por no cometer un falso positivo”, dice Ospino.

El 7 de junio, estos soldados cumplieron 15 años de haber sido retirados de las filas por haberse negado a asesinar a una niña desarmada. Hoy piden que les devuelvan su honor, que los reintegren al Ejército para retomar su carrera, esa que quedó suspendida desde un día de finales de abril de 2008.

“La operación de nosotros era que íbamos a rescatar a unos secuestrados, a un periodista que habían rescatado en Riohacha, que los había secuestrado un grupo del ELN”, cuenta Mendoza. Los miembros de la compañía Atila eran los mejores soldados del batallón Cartagena de Riohacha, por eso les encomendaron la misión de rescatar al periodista Mario Puello, que había sido secuestrado por el frente Gustavo Palmezano del ELN.

El grupo se dirigió hacia el sector de El limón, en inmediaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, donde sabía que había un campamento eleno. “Llegamos a un punto que bajamos por un arroyo, encontramos a una muchacha que venía con un indígena. La capturamos, ella traía cinco millones de pesos en dólares”, dice Mendoza. “La muchacha era alias Marcela, una niña de 15 años que hacía parte del ELN”.

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Ella se nos arrodilló y nos pidió que no la fuéramos a matar. Nos dijo que no, que es que los soldados a todos los guerrilleros que cogen vivos los matan, los acribillan, y ‘yo tengo 14, 16 años’”, agrega Mendoza. La niña estaba desarmada y enferma: “El enfermero de combate la agarró, le prestó los primeros auxilios. Ella tenía unos quistes. La sentamos allá y ella lloraba, que no la fuéramos a matar”.

Eran mediados del 2008. Por esa época, los falsos positivos llegaron a su pico del horror. Ese que hoy se cuantifica, según la JEP, en el asesinato de 6.402 personas inocentes por parte de miembros del Ejército para inflar las cifras de la supuesta victoria en una guerra despiadada. Por las condiciones de su captura, por el contexto histórico, parecía que Marcela iba a ser parte de esa triste lista, pero en ese momento, la compañía Atila 1 decidió seguir con su misión.

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“Ella nos explicó en dónde estaba el campamento de la guerrilla. Entramos al lugar de los hechos, el puntero se encontró con un guerrillero y ahí fue cuando nos prendimos a plomo con ellos. El cabecilla se fue herido, les quitamos casi todo: computador, cuatro armas AK47, teléfonos, todo el material de intendencia. Ellos se fueron sin nada y ahí iba el chorro de sangre del cabecilla que se nos fue herido. Esa gente quedó tan desarmada que no pasó un mes y se desmovilizaron toditos”, cuenta Mendoza.

Los soldados de la compañía Atila 1 pensaban que habían logrado un buen resultado: recuperaron a una menor de edad que había sido reclutada por el ELN; incautaron armas, dinero y un computador lleno de información de la guerrilla, con la que el batallón luego pudo dar más golpes militares. Pero para el coronel Ramón Saldaña, su comandante, no era lo esperado, cuentan los militares. “Él dijo que ahí estaba el ascenso de él, que si hubiéramos dado dos o tres bajas ahí estaba el ascenso de él, a coronel full, porque él era teniente coronel”, dice Mendoza.

Según el relato de los miembros de Atila 1, en ese momento les dio la orden que les cambió la vida: “El coronel Saldaña da la orden de que ejecuten a la joven porque ese era el resultado que exigían en esos años: bajas, muertos, ríos de sangre”, dice Ospino. “Dijo: ‘bueno, ya ustedes saben lo que tienen que hacer. Acá están las armas y está todo’. O sea, que subiéramos a la muchacha, la uniformáramos y la matáramos. Eso es un falso positivo”, señala Mendoza.

Todos los soldados de la compañía se negaron a matar la niña: “Yo no podía permitir eso, por mis principios y mis valores no podía permitirlo. Porque cómo voy a permitir que le quiten la vida a una niña indefensa, sin armas, sin nada”, recuerda Mendoza. Y agrega que fue entonces cuando Saldaña les lanzó la sentencia: “se bajó puto. Que nos iba a hacer echar a toditos. Dijo: ‘ustedes se van de baja todos, a todos los voy a hacer echar. Y se acordarán de mí’”.

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Poco menos de un mes después los echaron a todos. A Jeider Ospino le llegó una carta, firmada por el coronel Saldaña, notificando su retiro. En el batallón les dijeron que los expulsaban por “actos de cobardía”.

Desde entonces, todos los miembros de Atila 1 han corrido una suerte similar. Viven del rebusque en cualquier oficio. Ospino ha sido mensajero y mototaxista, mientras que Mendoza trabaja como vigilante. Ni siquiera pueden aspirar a ser escoltas, un trabajo mejor remunerado al que se dedican muchos militares retirados, porque su hoja de vida quedó manchada.

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“Uno queda vetado para toda su vida, no podemos aspirar a la UNP o a una vigilancia de prestigio, porque como fuimos retirados por la discrecional, es como lo peor que le puede pasar a un militar”, dice Ospino.

Mendoza cuenta que las únicas ofertas que les llegan son las de la delincuencia, a las que se resisten: “Estando en Riohacha muchas personas y esos grupos al margen de la ley me han ofrecido dos millones de pesos para que trabajara con ellos, si estaba pasando necesidades. Pero a mí mis principios y valores no me dan para eso”.

La briega de Ospino hoy es mantener a sus tres hijas, dos de ellas ya en edad de entrar a la universidad, y la de Mendoza es sostener a sus padres, ya viejos y enfermos. Por eso quieren volver al Ejército. “Hoy hace quince años dejamos el camuflado, y pedimos el reintegro, queremos seguir trabajando, no le pedimos al Estado más nada, ni que nos indemnice ni nada de esas cosas, queremos seguir trabajando porque somos hombre de honor que respetamos a las Fuerzas Militares”, según Ospino.

Los soldados llevan 15 años poniendo recursos judiciales, su caso incluso llegó al sistema interamericano de justicia. Hace meses creyeron que al fin iban a volver al Ejército, porque, dicen, eso les prometió Alfonso Manzur, el hoy superintendente de vigilancia, quien lideró la campaña presidencial de Gustavo Petro entre los militares retirados, junto con el sargento retirado Alexánder Chala. Los miembros de Atila, incluso, asistieron a eventos de campaña con el hoy presidente.

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“Me siento decepcionado. Nosotros estábamos esperando otra cosa de él. En campaña nos reunimos con él en el hotel Tequendama, con el señor Alfonso Manzur y el sargento Chala. Nos prometieron unas cosas”, dice Mendoza.

En medio de su decepción, les queda el consuelo de que Marcela, la niña que les ordenaron matar, pasó por la atención del Bienestar Familiar, pudo volver a la vida civil y hoy es madre. Tiene una hija que no habría nacido nunca si los soldados de Atila 1 no hubieran tomado la decisión que les costó su carrera.

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