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Lo que comenzó como una expansión planeada para Dying Light 2 Stay Human terminó convirtiéndose en una secuela independiente que no se siente como contenido adicional, sino como un paso firme en la evolución de la saga. Dying Light: The Beast trae de vuelta a Kyle Crane como protagonista y lo coloca en un escenario más contenido, pero también más opresivo: los bosques de Castor Woods, un entorno rural cargado de tensión y verticalidad.
La gran novedad, y también el elemento que da nombre al juego, es el modo Bestia, una habilidad que transforma a Kyle en una máquina de matar por unos instantes. Sin embargo, más allá de este poder, el título se centra en volver a lo esencial: el miedo, la gestión de recursos y la sensación constante de vulnerabilidad.
La trama arranca con Kyle prisionero de El Barón, un villano que lo ha estado usando como sujeto de experimentos. Tras un escape brutal con la ayuda de Olivia, Kyle llega a Castor Woods, donde deberá sobrevivir, enfrentarse a hordas de infectados y buscar venganza contra su captor.
La narrativa cumple su función, pero tiene un estilo episódico y algo disperso, con personajes que desaparecen y reaparecen sin mucha explicación. El Barón, pese a ser el gran antagonista, aparece pocas veces y su desarrollo resulta limitado. Aun así, los momentos épicos, los jefes bien diseñados y algunas misiones secundarias memorables logran mantener la historia interesante.
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En general, la campaña principal ronda las 20 horas de duración, lo que la hace más compacta y mejor medida que Dying Light 2.
La jugabilidad es, sin duda, la mayor fortaleza de The Beast. El combate cuerpo a cuerpo se siente pesado, visceral y brutal, con un sistema de daño por zonas que hace que cada golpe se vea y se sienta impactante. Cortar brazos, romper mandíbulas o incendiar zombis con modificadores de armas sigue siendo uno de los mayores atractivos de la saga.
El uso de armas de fuego regresa con fuerza, pero con limitaciones: la munición es escasa y no contribuye a llenar la barra del modo Bestia, lo que incentiva seguir usando las clásicas armas improvisadas. Además, la gestión de la durabilidad ahora es más estricta, con un número limitado de reparaciones antes de que cada arma se rompa definitivamente.
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En cuanto al parkour, Techland logra una de sus mejores ejecuciones. Subir paredes, saltar entre techos y escalar torres eléctricas se siente natural y fluido, con un sistema que recuerda a Assassin’s Creed, pero más visceral. Aunque Kyle tiene menos habilidades que Aiden (de Stay Human), esto refuerza la sensación de vulnerabilidad y obliga a pensar mejor cada movimiento.
Una de las mecánicas más icónicas de Dying Light regresa con mayor intensidad. Durante el día, Kyle puede explorar, escalar y enfrentarse a los zombis con relativa seguridad. Sin embargo, cuando cae la noche, los Volátiles y nuevas variantes convierten el juego en un survival horror casi puro.
El contraste entre la exploración diurna y el terror nocturno mantiene la tensión constante. Las persecuciones, acompañadas de una banda sonora frenética, generan adrenalina pura y obligan al jugador a planear cada salida después del atardecer.
La ambientación de Castor Woods aporta frescura respecto a las ciudades de las entregas anteriores. Sus cabañas abandonadas, bosques densos y estructuras medievales generan un ambiente inquietante que potencia la exploración.
El mapa es más pequeño que el de Stay Human, pero también más concentrado y equilibrado. No requiere sistema de viaje rápido, aunque incorpora vehículos rústicos con combustible limitado que sirven para moverse entre zonas. Este diseño evita la fatiga de recorrer mapas excesivamente grandes y aporta un mejor ritmo de exploración.
El trabajo de Olivier Derivière en la banda sonora es uno de los puntos más altos del juego. La reinterpretación del tema principal ahora se siente más cercana al cine de terror moderno, con influencias de 28 Days Later.
Los efectos de sonido también son sobresalientes: los gruñidos de los zombis, el crujir de los huesos al golpear o el eco de los bosques contribuyen a una inmersión total. Cada persecución nocturna se acompaña de una mezcla de música y efectos que disparan la tensión.
Dying Light: The Beast luce y corre con gran solidez. El foliage, la iluminación y los detalles en las construcciones rurales hacen que Castor Woods cobre vida. Aunque se pueden encontrar pequeños bugs gráficos, el rendimiento es estable y sin caídas importantes.
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El nivel de gore y detalle en los modelos de los zombis está a la altura de lo visto en Dead Island 2, con un enfoque más realista que exagerado. En consolas y PC, el juego mantiene un desempeño fluido incluso en momentos con decenas de enemigos en pantalla.
Mientras que Dying Light 2 apostaba por una experiencia más amplia y llena de herramientas, The Beast decide recortar y enfocarse. No hay parapentes ni gliders, y el árbol de habilidades es más limitado, pero esta elección funciona: el juego gana en tensión, supervivencia y sensación de peligro.
En ese sentido, The Beast se acerca más al survival horror tradicional, pero sin perder la esencia de la franquicia. Comparado con The Following, que sacrificó verticalidad en sus espacios abiertos, Castor Woods logra un equilibrio mucho más acertado.
Dying Light: The Beast es un juego que apuesta por el menos es más. Al reducir el exceso de herramientas y centrarse en la supervivencia, logra ofrecer una experiencia más intensa, desafiante y coherente con la idea de un mundo dominado por el horror zombi.
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No es perfecto: la historia tiene vacíos narrativos y el villano principal queda desaprovechado. Sin embargo, en lo que respecta a jugabilidad, ambientación y atmósfera, Techland entrega su versión más madura y aterradora de la saga.
En definitiva, es un título recomendado para los fans del survival horror, para quienes disfrutaron de Dying Light 1 y quedaron con ganas de una experiencia más oscura, y para todo aquel que busque un juego que combine parkour, acción brutal y noches imposibles de olvidar.
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