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Fue el olor a jabón lo primero que devolvió a William al mundo luego de estar en lo que él describe como "las penumbras de la soledad". Era 2006 y llegó en ambulancia a la Clínica San Juan de Dios de Chía, en Cundinamarca, sin entender del todo cómo había terminado allí. El hombre, de 49 años para entonces, se vio en el espejo después de bañarse y entendió que el agua tibia que corría por su cuerpo le estaba devolviendo, de a poco, su dignidad. "Eso salía negro. Yo quería que saliera blanco", recordó. Y de las líneas de agua que corrían hacia la rejilla comenzó a soltar el agua que estaba escurriendo la sombra de sus más de treinta años sumergido en el Cartucho, la L y el Bronx, experimentando -por fin- a lo que él llamó "los cachivaches de la felicidad".
Y aunque se quedó quieto, observando cómo el agua seguía fluyendo negra, decidió aventurarse a soltar lo que él describe como "el abismo de la adicción". Con el mismo rostro sereno que lo sigue caracterizando, William reconoció después de tantos años el desgaste en su lívido y sigiloso andar después de recorrer los callejones más oscuros del antiguo cartucho en Bogotá. Esa revelación, que nació bajo el chorro tibio y el perfume tenue de un jabón barato, fue lo que lo impulsó a tomar una decisión que llevaba posponiendo años: contactar a su familia. Su hermana Gilda, que fue la primera en abrazarlo, comprendiendo los primeros síntomas de su propia resurrección.
Ahora es poeta, escritor, trabaja en el área logística de seguridad y lleva consigo una medalla invisible: trece años limpio, luego de una recaída en el 2012. Fue desde muy pequeño que cayó en el consumo y vivió varios años como habitante de calle, enfrentando el abandono, la soledad y los viejos fantasmas de las batallas más feroces que lo llevaron a perder su empleo en el Ministerio de Hacienda, su familia y la estabilidad que muchos dan por sentada. Nació en 1957 en La Tolda, vereda El Placer de Armero, Tolima. Tiene 68 años y lleva más de una década dedicado a la literatura y al arte como herramientas de prevención frente al consumo de sustancias psicoactivas.
Empezaba la década de los sesenta en una Colombia convulsionada por el conflicto armado. A los 9 años, en 1966, la violencia lo obligó a abandonar la Vereda El Placer, en Armero, Tolima, el lugar donde había crecido. Llegó entonces a Bogotá, una ciudad que lo desbordó y donde tuvo que recomenzar su vida. Recuerda que, por haber interrumpido sus estudios le tocó volver a empezar desde primero de primaria. Ahí comenzó algo que marcaría mucho de lo que vino después: la mofa, las burlas, la presión por encajar. Querer pertenecer lo llevó, a los 10 años, a probar la marihuana por primera vez.
William recordó la esencia más pura de sus historias con una claridad sorprendente, como el gesto de querer encajar, que lo acompañó durante más de 15 años como un consumidor funcional; aun así, logró sostener un trabajo en el Ministerio de Hacienda, seguía siendo un trabajador, un hombre de oficina y todavía creía tener el control. Todo cambió en 1979 cuando conoció el bazuco dentro del mismo Ministerio. Su vida, que ya mostraba fisuras por el consumo regular, empezó a desmoronarse con lo que él llama las "drogas de impacto". En 1983, comenzó su descenso definitivo hacia una oscuridad que duraría más de tres décadas.
Consumí cualquier cantidad de sustancias, pero el bazuco no lo conocí por gente de la calle; fue dentro del mismo Ministerio de Hacienda. No quiero decir que el bazuco fue lo que me llevó a la calle. Ya el consumo me había llevado: me estaba rompiendo mis conductas y hábitos. En 1983 comencé a sumergirme en lo más profundo del abismo, en lo más profundo del encierro de mi vida, de aislarme de mí mismo y de todo lo que me rodeaba, hasta llegar a las calles, al barrio, al Cartucho, en el cual viví más de 30 años. Sumergido en mi aislamiento y habiendo perdido la memoria del ser —mi identidad, mi dignidad—, cuando hablo de perder la memoria es que perdí todo valor como persona, y el consumo me llevó a esa decadencia física y moral, encontrándome esclavo de las adicciones y del consumo, olvidándome de todo
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Hablar del Cartucho es, sin duda, tocar una herida colectiva. William describió este barrio, donde vivió más de 30 años, como un lugar gobernado por sus propias reglas y habla de él como un "mundo macabro y tan miserable como el consumo". Convivió con ladrones, trabajadoras sexuales, asesinos, sádicos y también con seres humildes, desgarrados por la pobreza y las adicciones, que aún conservaban principios. Contó que el dolor más grande, en ese entonces, era verse en tal decadencia, verse a sí mismo como una "piltrafa humana", que no tenía la más mínima voluntad de salir.
Entre los recuerdos que más lo persiguen está el 'Callejón de la Muerte', un pasaje angosto donde vio caer a un muchacho apedreado frente a él. También recordó, en el polvo ardiente de su mal camino, el estruendo del misil que un día impactó una construcción cercana. William salió minutos antes, casi por azar, casi por milagro, y dijo haber visto una imagen escalofriante cuando el ruido cesó: era una persona con una pierna destrozada por la explosión que, sin sentir el dolor, pedía a gritos una pipa. "Él no sentía dolor, o yo no sé… él pedía una pipa, pero no se impresionaba por el dolor que tenía, solo quería su droga", expresó, reconstruyendo poco a poco los bramidos de su historia.
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Otro de los momentos que vienen a su memoria fue el asesinato de un lustrabotas, un habitante del barrio que murió por haber manchado la media de un cacique, los distribuidores antes de la llegada de los conocidos "sayayines". El cacique se quejó diciendo: "Me manchó la media que me regaló mi mujer", sacó el revólver y le pegó un balazo. William presenció este hecho en carne propia y lo calificó como algo "impresionante". Según cuenta, un hombre que estaba cerca también presenció la cruda escena e, indignado, regresó luego para matar al agresor del mismo modo. "Era la ley del igual", explicó.
William lo había perdido todo: memoria, dignidad, familia; incluso abandonó a su hija siendo ella muy joven. Algún día se sorprendió preguntándose cómo un hombre que trabajó en Hacienda podía terminar escarbando basura para comer y sobreviviendo entre lo ilícito y lo miserable. Ya en 2006 fue cuando el Cartucho murió oficialmente y él fue uno de los últimos en salir. Mientras se encontraba censándose en el antiguo Matadero, que hoy es la Biblioteca Central, se encontró con unas mujeres vestidas de blanco, que ofrecían cupos en una finca. Él solo pidió una manilla para censarlo. "Si me dan la manilleta, yo me voy". Y así fue.
Llegó en ambulancia a Clínica San Juan de Dios de Chía, sin saber si quedarse o huir. Pensó: "¿A dónde me trajeron? Yo no soy paciente psiquiátrico", y desde la sal de su lengua planeó la manera de irse para seguir buscando infortunios. Finalmente, desistió. Se quedó por miedo a la limpieza social que se rumoraba en las calles y llegó el momento que William sigue atesorando años después de estar sobrio: bañarse. Mientras se esparcía el jabón por el cuerpo, el agua se escurría negra y él quedó impresionado, porque quería verla blanca, fue entonces cuando tomó la decisión de contactar a su familia. Su hermana Gilda, quien fue la primera en abrazarlo, le contó que su madre, de 86 años, había sufrido una trombosis y dudaba si quería verlo, porque él "le había causado mucho dolor".
Yo llevaba muchos años sin saber de mi familia, sin saber de mi casa, porque yo decidí irme para no hacerlos sufrir tanto. Mi mamá salía por la ventana y me sacaba comida, me esperaba. Mi hermana me dice: 'William, eso va a ser difícil por los sufrimientos que usted nos ha causado; mis hermanas están reacias con usted, pero les da alegría que usted haya aparecido. Yo voy a hacer todo lo posible para que pueda tener la visita con mi mamá'
Lo primordial era la falta de su mamá. En terapia le explicaron que él no iba a "ver a su mamá, su mamá lo va a percibir", así que aprovechó la oportunidad. En la reunión, William le habló a su madre sobre su proceso y ella lo felicitó; también descubrió con alegría que su hija Tatiana ya había terminado la universidad y estaba bien. Una vez terminaron la conversación, William se derrumbó y, entre las lágrimas que borboteaban de su corazón, le dijo: "Mamá, perdóneme". La respuesta de Margarita se convirtió muy pronto en el ancla que sostendría su vida futura: "William, lo perdono por lo que pasó y por lo que viene".
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Salió de la clínica con un contrato laboral y con planes, pero su madre murió a comienzos de 2007. Ese golpe lo volvió a desmoronar: otra recaída, que describe como "una miseria más terrible" durante los que serían los próximos cinco años. Todas aquellas lacras eternas lo llevaron a decodificar el mundo y la soledad por medio de la escritura, que ahora ocupa un lugar en su vida, dando origen al que sería uno de sus primeros poemas:
Para las madres que no están
Estos versos son un homenaje para todas las madres que un día Dios llamó a que lo acompañaran en su santo altar,
especialmente a mi madre.
Son ellas, las que no vemos ni nos regañan ni nos corrigen,
pero siempre están con nosotros, al lado de Dios,
dándonos su protección divina, iluminando nuestros caminos.
Hola, madres que en el cielo están, y a esos hijos
que por caminos espinosos andábamos y andan,
su perdón nos dieron.
Gracias les doy por habernos dado la vida.
Luego de su recaída, el renacer definitivo llegó en noviembre de 2012, cuando Dios "lo tocó" estando en El Restrepo, un tradicional barrio de Bogotá, donde una mujer le dio algo de comer y $2.000, pidiéndole que cambiara. Y aunque su impulso fue comprar una dosis de droga con ese dinero, se quedó dormido antes de lo previsto; la Policía lo encontró y lo llevó a la Unidad Permanente de Justicia (UPJ), donde lo esperaba su "parte espiritual". En ese lugar conoció a Alejandra, de la Congregación Tabor, quien, al son de una aguapanela y un pan, les llevó a los reos una prédica que él ya conocía de memoria. Sin saberlo, así empezó el camino de William de "creer en Dios". Pronto se vio sentado, después de tantos años, en una iglesia, buscando en la religión un refugio aquel martes de noviembre de 2012.
Yo dije: "Voy a esa iglesia a ver qué pueden hacer por mí". Fui, y allí vi lo que hizo Dios: me sacó. Me llevó a un lugar al que nunca había querido ir, a los hogares de paso de la Secretaría de Integración Social. Mientras hablaban, yo solo pensaba: "Cállense... yo ya sé que existen esos patios, y a mí no me gustan para nada". Sentía que llevaba dos horas ahí escuchando lo que ya sabía. Pensé que había perdido el tiempo.
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Cuando los muchachos se fueron, Alejandra me dijo: "William, el único que puede hacer algo por usted, es usted... tómelo o déjelo". Y yo pensé otra vez en lo mismo. Cuando me dijo que el único que podía hacer algo por mí era yo mismo, entendí que era cuestión mía. Así que decidí intentarlo: ir al hogar que me habían mencionado. Me hablaron mucho de Oasis, un lugar de Idipron y del Hogar El Camino.
Lo que pasó después lo ha tenido que reconstruir poco a poco entre sorbos de café. Contó también que "un hermano" de la iglesia le regaló 5.000 pesos para un almuerzo, un gesto que incluso lo salvó de recaer ese día. Con el billete arrugado y pasos arrastrados, entró en un restaurante de El Restrepo y aunque lo atendieron en la mejor mesa, le dijeron que no lo podían dejar quedar, pero que sí podían venderle un almuerzo para curar las rastras de su soledad. Por unos minutos volvió a sentirse humano.
Guiado por esa chispa, pidió cupo en un hogar de paso y aceptó el lugar que siempre había evitado: dormir bajo techo, recibir comida caliente y buscar de la felicidad en su cerco del olvido. Allí, durante un taller, vio un video que lo dejó helado. Era un habitante de calle que sacaba comida de la basura, la escogía con paciencia y la llevaba a la boca. Fue inevitable, admitió haberse visto reflejado en él, solo que ahora él no era el protagonista, más bien ahora era el espectador de su propia realidad. Ese taller lo quebró.
Era 7 de diciembre de 2012 y Bogotá celebraba la Noche de Velitas: los niños encendían faroles en los balcones, el aire olía a natilla y a pólvora. Mientras tanto, William, por primera vez en años, dormía bajo un techo y sin consumir. El proceso no fue lineal; incluso en un momento creyó que iba a recaer, pero él asegura que, sin duda, fue "el poder de Dios" lo que lo detuvo y evitó que saliera del centro directamente a consumir. De esa sacudida nació un poema:
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En el mundo de la droga
Para los que el mundo de las drogas nos absorbió
y hoy queremos cambiar:
Somos como las rosas
que sus pétalos unos caen
y otros quedan
sembremos una rosa
que sus pétalos permanezcan
embelleciendo el hermoso jardín
que es la vida
que por mucho tiempo marchito estuvo
y así mismo
florezca el jardín
de quien nos ama
Cuando William empezó a recuperarse, una de las primeras cosas que reapareció fue la necesidad de escribir. Así que, una vez limpio, recuperó una voz que siempre había estado dentro de él: la de poeta y escritor. En el lugar de paso, BibloRed ofrecía talleres de escritura creativa y, al ver de inmediato su talento, le sugirieron participar en un concurso con una crónica. William pensó en escribir sobre su vida, pero le pareció demasiado para ser su primer paso en la escritura. Entonces decidió contar la historia de aquel lugar que lo había marcado para siempre: el Cartucho, el barrio olvidado que, por medio de una pluma, intentó recomponer. De allí nació Breve historia del barrio Santa Inés, su primera crónica formal, que inicia así:
Esta crónica se basa en un testimonio propio y de personas que vivieron, como yo, en la olla o sector más peligroso de Bogotá. Siendo una de las zonas más peligrosas de Colombia, reconocida mundialmente por la miseria humana que allí se vivió. Situada entre las calles décima y sexta, y las carreras catorce y décima del centro de Bogotá.
Fue uno de los barrios de la Bogotá antigua donde vivieron personas adineradas e ilustres personajes de la época, pero que a partir de la revuelta del 9 de abril de 1948, el Bogotazo, abandonaron dicho barrio yéndose a vivir al barrio Teusaquillo y La Soledad. Así, la gente del común poco a poco lo fue habitando y se comenzaron a formar hoteluchos, cantinas, bares de mala muerte y compraventas; también, hubo un terminal de transporte.
Así, se fue formando una zona de tolerancia, la plaza de mercado que allí había se conformó por prostitutas, ladrones y gente del común, además de personas que venían de otras partes del país. Paso a paso se iba formando lo que sería El Cartucho.
Ese mismo año escribió Las navidades del Negro Palenque, un relato inspirado en un personaje que busca su propia Navidad en medio de la calle. Un homenaje también al boxeador Antonio Cervantes Quintero, más conocido como Kid Pambelé, ídolo afrocolombiano que, como él, cayó bajo el peso de las drogas. Este escrito fue el resultado de una inspiración desencadenada por un libro de cuentos de Navidad en la biblioteca del centro de rehabilitación y pronto se convirtió en uno de los primeros pasos del armeruno en su renacer literario después de su sobriedad definitiva en 2012. William acostumbraba a escribir casi sin darse cuenta, en una tarde cualquiera, con un lápiz prestado y un cuaderno arrugado.
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Hoy, William sigue escribiendo tratando de dejar atrás lo que ha vivido: las calles sin pavimentar, los cambuches, las recaídas y todo el dolor que ahora ve como los retazos de su vida. Trece años después de su renacer, trabaja acompañando a jóvenes que consumen, a familias que no saben qué hacer, a habitantes de calle y a comunidades en riesgo. Insiste también en que las adicciones "son un sueño mentiroso" que termina arrastrando hacia la decadencia. Con el tiempo, aprendió que lo importante en el camino de la resiliencia es "creer en uno mismo", reconstruir la memoria y sobre todo "volver a retomar".
Para las personas que están viviendo un consumo funcional, recreativo: la droga envuelve como ese juego en el que nos divertíamos mucho anteriormente, como el corazón de la piña. Como el corazón de la piña, dicen, 'se va envolviendo, se va envolviendo', y la droga lo lleva a uno a un sueño mentiroso de fantasía y colores. Lo lleva a romper conductas y hábitos y lo lleva a perderse de uno mismo, y piensa que está bien. El mensaje para las familias es: capacítense, conozcan de la problemática, no hagan señalamientos, no juzguen ni generen culpas. Cuando tengan una situación de esas, lo importante es el diálogo; lo importante es no buscar culpables
De hecho, este noviembre de 2025 es el mes en el que William Moncada cumple trece años de haber renacido de sus propias cenizas. Lo celebra hoy respirando, caminando por lo que ahora es su hogar en Mosquera, jugando con el lápiz, el papel y las letras. Su voz le pertenece también a quienes todavía están luchando, a quienes empiezan a creer que existe un camino de regreso; y su verdadera rehabilitación fue, precisamente, el poder de volver a contarse.
VALENTINA GÓMEZ GÓMEZ
NOTICIAS CARACOL
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