
Cada año, cientos de alpinistas se enfrentan al desafío supremo: conquistar la cima del monte Everest, el punto más alto del planeta. Para muchos, alcanzar los 8.848 metros sobre el nivel del mar representa la culminación de una vida de preparación, sacrificio y sueños. Pero en ese mismo trayecto, entre glaciares y tormentas, yace una verdad que rara vez se menciona en los folletos turísticos o en los documentales de superación personal: el Everest está sembrado de cadáveres.
Desde que Sir Edmund Hillary y Tenzing Norgay lograron la primera ascensión exitosa en 1953, más de 300 personas han perdido la vida intentando alcanzar la cima. Lo más inquietante no es solo la cifra, sino el hecho de que muchos de esos cuerpos nunca han sido recuperados. Permanecen allí, congelados, convertidos en macabros hitos que marcan el camino hacia la cima.
Algunos cadáveres son tan conocidos que han recibido apodos. El más famoso es “Green Boots”, un cuerpo acurrucado en una cueva rocosa cerca del paso final hacia la cima, con unas llamativas botas verdes que se han convertido en referencia para los escaladores. Se cree que pertenece a Tsewang Paljor, un alpinista indio que murió en 1996 durante una tormenta. Durante años, su cuerpo fue una señal de que los escaladores estaban cerca de la cima.
¿Por qué no se recuperan los cuerpos en el monte Everest?
La respuesta es brutalmente simple: es casi imposible. A esas altitudes, el cuerpo humano está al límite. El aire contiene solo un tercio del oxígeno disponible al nivel del mar, y las temperaturas pueden descender a -40 °C. Mover un cuerpo congelado, que puede pesar más de 100 kilos con el equipo, requiere una logística titánica, además de poner en riesgo la vida de quienes intentan hacerlo.
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En 1984, un equipo intentó recuperar el cuerpo de un alpinista fallecido. El esfuerzo fue tan extenuante que uno de los rescatistas murió en el intento. Desde entonces, la mayoría de las expediciones han optado por dejar los cuerpos donde están, cubriéndolos con piedras o nieve si es posible, pero sin poder bajarlos.
La "zona de la muerte" en el monte Everest
Por encima de los 8.000 metros, el Everest entra en lo que los alpinistas llaman “la zona de la muerte”. Aquí, el cuerpo humano comienza a deteriorarse rápidamente. El cerebro se hincha, los pulmones se llenan de líquido, y cada paso se convierte en una lucha contra la gravedad y el tiempo. En esta zona, tomar decisiones racionales se vuelve difícil, y muchos mueren simplemente porque no pueden continuar.
Algunos mueren solos, otros acompañados. Hay historias de alpinistas que han pasado junto a compañeros moribundos sin poder ayudarlos, porque hacerlo significaría arriesgar su propia vida. En 2006, el británico David Sharp murió en una cueva cerca de la cima. Más de 40 escaladores pasaron junto a él ese día. Algunos pensaron que estaba descansando, otros sabían que estaba muriendo, pero ninguno pudo ayudarlo. La presencia de cadáveres en el monte Everest plantea un dilema ético profundo. ¿Es aceptable dejar cuerpos humanos expuestos en una ruta turística? ¿Deberían los gobiernos intervenir para limpiar la montaña? ¿Qué responsabilidad tienen las agencias de expedición?
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Algunos argumentan que los cuerpos deberían ser retirados por respeto a los fallecidos y sus familias. Otros sostienen que forman parte de la historia del monte Everest, y que su presencia sirve como recordatorio de los peligros que implica la escalada. En 2019, China retiró varios cuerpos del lado tibetano de la montaña como parte de una campaña de limpieza, pero el proceso fue costoso y complejo.
Historias congeladas en el tiempo
Cada cadáver en el monte Everest tiene una historia. Son médicos, ingenieros, soldados, soñadores. Algunos murieron por avalanchas, otros por caídas, otros simplemente se sentaron a descansar y nunca se levantaron. En 1998, el cuerpo de George Mallory fue encontrado a 8.157 metros, 75 años después de su desaparición. Mallory había intentado alcanzar la cima en 1924, y aún hoy se debate si lo logró antes de morir. Su cuerpo estaba sorprendentemente bien conservado, con la piel intacta y sus pertenencias aún en los bolsillos. No se encontró la cámara que llevaba, lo que ha alimentado el misterio sobre si fue el primer hombre en alcanzar la cima del mundo.
El monte Everest sigue siendo un símbolo de conquista y desafío. Pero también es un cementerio helado, donde los sueños se congelan junto con los cuerpos. Cada escalador que sube debe hacerlo sabiendo que podría no regresar. Y cada cuerpo que permanece allí es un testimonio silencioso de esa verdad.
La montaña no es malvada, pero tampoco misericordiosa. Es simplemente lo que es: majestuosa, implacable, y profundamente humana en su capacidad de reflejar nuestras ambiciones y nuestras fallas. En el Everest, la gloria y la tragedia caminan juntas. Y los cadáveres que yacen en su ladera son la prueba más cruda de ello.
ÁNGELA URREA PARRA
NOTICIAS CARACOL