

Publicidad
Publicidad
Publicidad
Publicidad
La leyenda de la gran duquesa Anastasia Romanov es la historia de un fantasma que regresa, un misterio que durante décadas hizo temblar a las monarquías europeas y alimentó la esperanza de que una heredera de la inmensa fortuna de los zares rusos hubiera sobrevivido a la brutal ejecución de su familia. Su nombre, que en griego significa "resurrección", parecía una premonición de su destino: convertirse en un mito inmortal. Conozca su historia en el programa Sin Rastro, de la mano de Manuel Teodoro.
Para entender la dimensión de su leyenda, es necesario viajar al corazón de la Rusia imperial, a una época de opulencia, profecías y revolución. Anastasia Nicoláyevna Romanova nació el 18 de junio de 1901 en el Palacio Peterhof, cerca de San Petersburgo. Fue la cuarta hija del Zar Nicolás II y la Zarina Alejandra Fiodrovna. A pesar de los lujos y la alta cuna, su llegada no fue motivo de celebración. La corte y su propia familia anhelaban un heredero varón, un zarevich, para asegurar la continuidad de la dinastía Romanov.
El nacimiento de una cuarta niña fue recibido con una profunda tristeza. El propio Zar Nicolás II quedó tan afectado que tuvo que dar un largo paseo por los jardines del palacio para asimilar la noticia antes de conocer a su hija. A pesar de este inicio, Anastasia creció como una niña "vivaz, audaz y pícara", a la que le gustaba correr, trepar árboles y disfrutar de los chocolates sin preocuparse por sus guantes blancos.
Junto a sus hermanas mayores, Olga, Tatiana y María, Anastasia vivió una infancia de privilegios, vistiendo lujosos trajes de terciopelo y satín, adornados con hilos de oro y piedras preciosas. Sus hermanas eran conocidas no solo por su linaje, sino también por su devoción al servicio: Olga fue enfermera en la Primera Guerra Mundial, Tatiana dirigió un comité de la Cruz Roja y María soñaba con ser madre y visitaba orfanatos.
Publicidad
La tan esperada alegría para la familia llegó el 12 de agosto de 1904 con el nacimiento de su hermano menor, Alexei. Sin embargo, el zarevich nació con hemofilia, una enfermedad que impedía la correcta coagulación de su sangre y que ponía en constante peligro su vida, un secreto que sus padres guardaron celosamente. Esta condición hizo que la familia se uniera aún más para proteger al frágil heredero.
La desesperación de Alejandra por la salud de su hijo la llevó a depositar toda su fe en un misterioso campesino que se presentaba como un hombre santo con poderes curativos: Grigori Rasputín. "Juró que él era un ángel caído del cielo porque era el único que calmaba los dolores de Alexi", aseguran.
La creciente influencia de Rasputín sobre la familia imperial, especialmente sobre la mamá de los menores, generó un profundo resentimiento en la aristocracia y el pueblo ruso. Su poder creció aún más cuando el Zar Nicolás II partió al frente durante la Primera Guerra Mundial en 1915, dejando a Alejandra a cargo de los asuntos internos, siempre bajo el consejo del también llamado "monje loco".
Publicidad
La tensión culminó con una profecía devastadora de Rasputín: "No tendrán paz los vivos y no tendrán paz los muertos. Tres lunas después de mi muerte veré de nuevo la luz y se convertirá en fuego. Será entonces cuando la muerte volará libremente en el cielo y se posará también sobre la familia imperial".
Considerándolo una amenaza, un grupo de nobles liderados por el príncipe Félix Yusupov lo asesinó el 30 de diciembre de 1916. Le ofrecieron pasteles y vino envenenados con cianuro, y al ver que no moría, le dispararon a quemarropa. La muerte de Rasputín sumió a Alejandra en la desesperación, convencida de que sin él su hijo y toda la familia perecerían.
Mientras tanto, la guerra se estancaba, las bajas rusas superaban los dos millones de hombres y el pueblo, sumido en la miseria, se levantaba. Los rumores contra la familia real se esparcieron como la pólvora: que la Zarina era una espía alemana y que el Zar era un "sanguinario". En febrero de 1917, la revolución estalló en las calles de Petrogrado. El 15 de marzo, Nicolás II abdicó, poniendo fin a 300 años de la dinastía Romanov.
La familia real fue convertida en prisionera. Vivieron un cautiverio relativamente tranquilo al principio, soñando con un posible exilio en Inglaterra. Sin embargo, con el ascenso de los bolcheviques liderados por Vladimir Lenin en octubre de 1917, su situación empeoró drásticamente.
Temiendo un intento de rescate por parte de fuerzas contrarrevolucionarias, los bolcheviques trasladaron a la familia en abril de 1918 a Ekaterimburgo, a una residencia conocida como la "Casa Ipatiev". Allí, el trato se volvió hostil: la comida era escasa, los guardias los robaban y el aislamiento era total.
Publicidad
En la madrugada del 17 de julio de 1918, el comandante Yakov Yurovsky despertó a la familia con el pretexto de que debían bajar al sótano para protegerse de disturbios en la ciudad y para tomarles una fotografía. Una vez reunidos en la fría y vacía habitación, Yurovsky leyó una sentencia: "La Dirección General del Soviet Regional, satisfaciendo la voluntad de la revolución, ha decretado que el antiguo Zar Nicolás Romanov, culpable de incontables crímenes sangrientos contra el pueblo, debe ser fusilado".
Inmediatamente después, un pelotón de fusilamiento abrió fuego. El Zar y la Zarina cayeron primero. El asesinato de las jóvenes duquesas fue particularmente brutal; los diamantes y joyas que habían cosido en sus corsés actuaron como chalecos antibalas improvisados, obligando a los verdugos a rematarlas con bayonetas. Los cuatro sirvientes que los acompañaban también fueron asesinados.
La masacre dio origen a la leyenda. Décadas después, en 1991, tras la caída de la Unión Soviética, se exhumó una fosa común cerca de Ekaterimburgo. Para sorpresa de todos, solo se encontraron nueve de los once cuerpos. Faltaban los de Alexei y Anastasia, lo que avivó de inmediato el rumor de que habían sobrevivido.
Publicidad
Esta ausencia parecía confirmar la increíble historia de una mujer conocida como Anna Anderson. En 1922, una joven fue rescatada del río Spree en Berlín tras un intento de suicidio. Internada en un hospital psiquiátrico como la "Señorita Desconocida", semanas después afirmó ser la Gran Duquesa Anastasia Romanov. Su declaración causó un revuelo internacional: si era cierto, sería la heredera de la fortuna Romanov, estimada en miles de millones de dólares.
Anna Anderson no hablaba ruso, pero sí alemán con un fuerte acento ruso, entendía el idioma y conocía detalles íntimos de la vida en el palacio. Tenía cicatrices compatibles con heridas de bala y bayoneta. Personas cercanas a la familia se dividieron: algunos la reconocieron, mientras que otros la tildaron de impostora.
Según su versión, un soldado arrepentido la rescató de la masacre y la ayudó a huir a Rumania, donde se enamoraron. Tras el asesinato de él, ella huyó a Berlín, donde intentó quitarse la vida. La ausencia de los dos cuerpos en la fosa de 1991 parecía encajar perfectamente con su relato, dándole una credibilidad que mantuvo al mundo en vilo durante décadas.
El castillo de naipes de Anna Anderson comenzó a derrumbarse. En 2007, un segundo hallazgo cerca de la fosa principal reveló dos cuerpos más que, tras análisis de ADN, fueron identificados como los de Alexei y Anastasia. Las pruebas genéticas parecían poner fin al misterio de una vez por todas.
Sin embargo, la duda persiste, porque hay quienes dicen que a nadie le convenía una heredera viva, ni a las familias reales que se quedaron con la fortuna, ni a los bolcheviques que buscaron borrar todo rastro de los zares.
Publicidad
El mundo prefirió la leyenda de una princesa resucitada que la cruda verdad de una masacre. Aunque los bolcheviques intentaron borrarlos de la historia, solo lograron hacerlos perpetuos. El enigma de Anastasia Romanov, ya sea como una víctima inmortalizada por la tragedia o como una sobreviviente fantasma, se convirtió en una leyenda inmortal, una historia sin rastro que desafía el paso del tiempo.