
La monja colombiana Inés Arango dedicó su vida a servir con humildad y entrega a los demás, convirtiéndose en un símbolo de fe. Durante casi diez años fue misionera en la selva, conviviendo con comunidades indígenas y trabajando por su bienestar. Sin embargo, su labor terminó trágicamente en Ecuador, donde fue asesinada junto al monseñor Alejandro Labaka: 21 lanzas atravesaron su cuerpo, en un ataque de una tribu aislada. La directora de Los Informantes, María Elvira Arango, recordó su vida y su legado, y el camino que hoy la acerca a la santidad.
En una sencilla carta de dos párrafos, escrita a mano y atesorada por la hermana Cecilia Arango como un gran tesoro, Inés Arango, su hermana menor, dejó todos sus bienes que no sumaban más de 50 mil pesos, una hamaca que podía servir a los indígenas y, sobre todo, una inmensa lección de grandeza y humildad.
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“Para ella, su final fue muy alegre, porque en la misma carta que dejó escribió: ‘Si muero, me voy feliz. No busco fama ni nombre. Siempre con todos. Inés’. Ella quería morir entre los indígenas”, relató su hermana, Cecilia Arango.
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Un deseo que no pudo cumplirse del todo, porque la misionera colombiana Inés Arango, a pesar de que han pasado 38 años desde su asesinato, es conocida en gran parte del mundo. Su vida y su muerte fueron tan excepcionales que hoy avanza en el camino hacia la beatificación.
Inés Arango: una vida marcada por la fe
La vida de Inés Arango es hoy una fuente de inspiración. Su hermana Cecilia, de 90 años, conserva intactos los recuerdos de quien fue su hermana menor. Guarda con nitidez las vivencias compartidas y las anécdotas que retratan a una mujer sencilla, entregada a su fe y dispuesta a darlo todo por los demás.
Su familia, profundamente católica y numerosa, estaba formada por 12 hijos, de los cuales tres se consagraron como monjas. Entre ambas partes de la familia, a lo largo de tres generaciones, hubo cerca de 90 sacerdotes y religiosos.
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“Era muy alegre y paciente...Le encantaba hablar con la gente, servirle a todo lo que necesitaran”, relató Cecilia desde el Colegio María Inmaculada, en Bogotá, donde aún vive. Desde pequeña, Inés mostró un interés profundo por las misiones y soñaba con dedicar su vida a servir a Dios en lugares remotos.
Inés Arango nació el 6 de abril de 1937 en el barrio Belén de Medellín. A los 17 años ingresó a la congregación y a los 22 emitió sus votos perpetuos, comprometiéndose de por vida a vivir en castidad, pobreza y obediencia.
Además, pasó varios años enseñando mientras esperaba la oportunidad de convertirse en misionera, justo en un momento en que la Amazonía ecuatoriana estaba atravesando profundas transformaciones.
¿Por qué llegó a Ecuador?
Durante esa década, la Amazonía ecuatoriana vivía tensiones crecientes por la explotación petrolera y los cambios sociales que esta actividad generaba. Por eso, la Prefectura Apostólica de Aguarico asumió un rol clave en la región, enviando misioneros para acompañar a las comunidades indígenas. Fue allí donde se cruzaron los caminos de Inés y monseñor Labaka.
“Todos sabían del riesgo que corrían al estar en ese proyecto. Ellos lo sabían y la gente del entorno, porque concretamente a Inés le preguntan el día anterior: ‘¿No te da miedo?’, y ella decía que no. ‘¿Y si mueres?’, contestaba: ‘Muero donde he querido y he soñado siempre”, reveló Bilma Freire, consejera general de las Hermanas Capuchinas.
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Inés no dudó cuando finalmente la enviaron a una misión en Ecuador para evangelizar y atender las necesidades de los indígenas, en uno de los lugares más ocultos y alejados de la civilización. Se fue dichosa, impulsada por la promesa de vivir y, si fuera necesario, de morir entre los indígenas, los más olvidados.
Durante casi 10 años, ambos convivieron con el pueblo Huaorani, aprendiendo su lengua, costumbres y formas de vida. Inés incluso hablaba quechua y se adaptó plenamente a la cultura local. “La vida religiosa se hizo para servirle a los demás, no para servirse a sí mismo”, afirmó Cecilia.
¿Qué ocurrió?
El 20 de julio de 1987, el obispo español Monseñor Alejandro Labaka de 67 años, y la hermana Inés, de 50, bajaron de un helicóptero en las profundidades de la selva al oriente del Ecuador, donde iban a ser los primeros acercamientos con los Tagaeri, una comunidad indígena que voluntariamente se ha aislado del mundo moderno. Este pueblo, conocido por su fama de guerreros feroces y no contactados, sigue siendo uno de los grupos más desconocidos y enigmáticos de la región.
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La tragedia ocurrió después de que el vicariato, tras meses de intensa búsqueda, autorizara el viaje de monseñor e Inés para intentar establecer ese primer contacto con los Tagaeri.
Con la bendición de sus superiores y sin saber que sería su último viaje, partieron con esperanza y fe. Afortunadamente, hay un documental, una joya audiovisual de la Red Eclesial de Panamazónica, que capta muy bien las condiciones en las que vivían en la selva.
“Primero, mataron a monseñor en presencia de Inés. Para ella fue un doble martirio”, reveló su hermana Cecilia. Los indígenas atravesaron con 84 lanzas al monseñor, quien murió desnudo. Luego, frente a ella, desataron su furia contra Inés, que recibió 21 lanzas. Murió descalza, con la túnica destrozada. Los misioneros no portaban armas; su propósito siempre fue de manera pacífica.
Un camino a la beatificación
Por su legado y su trabajo con los indígenas del Amazonas, así como por el significado que sus vidas y muertes tienen para la Iglesia, ambos siguen vivos en la memoria colectiva y hoy avanzan en el camino hacia la santidad.
“El papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, ha mostrado preocupación e interés por la Amazonía, y eso hace que Alejandro e Inés sigan vivos, no para una sola porción, para la Amazonía y, ahora, con lo de la venerabilidad, para el mundo entero”, concluyó Bilma Freire, consejera general de las Hermanas Capuchinas.
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Aunque fueron reconocidos por el papa Francisco, ahora cuentan con la bendición del papa León XVI, quien aprobó el decreto que reconoce sus virtudes heroicas y los eleva a la condición de venerables, el primer paso hacia la beatificación.
La tragedia conmovió a la iglesia y al mundo. Para muchos, Inés y Monseñor Labaka encarnaron el máximo ejemplo de entrega misionera, ofreciendo sus vidas por amor a un pueblo que no los conocía y que, finalmente, los rechazó con violencia.
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“Para los milagros, primero que todo, hay que creer. Hay que tener fe. Es un camino largo, pero no imposible”, explicó Blanca Nidia Bedoya, superiora general de las Hermanas Capuchinas. Para que la beatificación sea oficial, se requiere la verificación de al menos un milagro atribuido a la intercesión de Inés y monseñor.
Su eventual canonización sería un hecho histórico para Colombia, particularmente para Antioquia, su tierra natal. “No es lo que nosotros queramos, sino lo que mi dios quiera. Mi Dios sabrá cómo lo hace”, concluyó Cecilia, convencida de que el reconocimiento llegará en el momento indicado.