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Por amor, Andry Hernández dejó su natal Venezuela para cruzar la peligrosa selva del Darién entre Colombia y Panamá y tratar de reunirse con Paul Díaz en Estados Unidos: su sueño quedó encerrado en una cárcel de máxima seguridad de El Salvador. Después de cuatro meses preso en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), a donde había sido enviado por las autoridades estadounidenses, fue liberado junto a sus 251 compañeros de infortunio y ahora está de regreso en su país. Rodeado de su familia, Andry, maquillador y peluquero, trata de superar el trauma del infierno vivido en el Cecot, donde ingresó el 15 de marzo.
En ese entonces intentaba reunirse con Paul, un psicólogo estadounidense de origen puertorriqueño de 49 años. Los dos se conocieron por internet hace dos años y, sin haberse visto personalmente, habían planeado encontrarse en Filadelfia para formar una pareja. Soñaban incluso con fundar una asociación para ayudar a niños que viven con VIH y cáncer. Andry esperaba una vida mejor, escapar de la homofobia en Venezuela, un país muy conservador donde no existe el matrimonio homosexual. También soñaba con trabajar en Hollywood o en certámenes de belleza. Asegura que no ha renunciado a esos sueños, ni a una vida con Paul, aunque ya no está seguro de su futuro.
De momento piensa en abrir un salón de belleza en su pueblo Capacho (Táchira, oeste) para generar ingresos haciendo lo que más ama: maquillar.
En 2024, como otros 300.000 venezolanos, se lanzó a atravesar la selva del Darién, que ha costado la vida a muchos migrantes. En su bolsillo llevaba dos brazaletes idénticos para Paul y él. Cruzó Centroamérica, incluso la frontera estadounidense, pero fue detenido y expulsado a México. Entonces pidió cita con las autoridades estadounidenses a través de la aplicación CBP One, que permitía a los migrantes indocumentados —especialmente a los venezolanos— solicitar asilo en Estados Unidos. Le asignaron fecha: el 29 de agosto de 2024. "Lo logré", recuerda haber pensado al cruzar la frontera nuevamente y ver la bandera estadounidense. Pero fue una desilusión.
El rostro de Andry ha acaparado titulares desde que se conoció la noticia de su traslado al Cecot hasta su liberación y llegada a Venezuela, el 18 de julio, tras un canje de prisioneros acordado entre Estados Unidos y Venezuela. Dos coronas tatuadas en sus muñecas hicieron que los servicios de seguridad lo catalogaran como peligroso y probablemente miembro del célebre Tren de Aragua. Aunque explicó que nunca había sido condenado ni acusado y que los tatuajes representaban a los Reyes Magos —una tradición que cada enero reúne a miles de personas en Capacho—, no le creyeron.
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Fue enviado a un centro de detención en Otay Mesa, California, junto a un centenar de personas, la mayoría venezolanos tatuados. "Ese día pensé en mis padres, en Paul, en todo lo que había arriesgado para no conseguir nada", dice.
Paul contrató a un abogado para intentar liberar a Andry, destacando que no tenía antecedentes. "Es completamente ridículo. Me siento muy culpable por esta situación... Por amor, él se sacrificó. Me decía: 'quiero estar contigo, quiero una vida tranquila, quiero trabajar'".
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Lo peor estaba por venir. Comparado con el Cecot —la prisión construida por el presidente Nayib Bukele—, Otay Mesa era "un hotel de lujo", aunque no estuvo libre de episodios de homofobia ni de un caso de acoso. Formó parte de los 252 venezolanos que la administración Trump expulsó al Cecot, amparado en la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798. Siguieron cuatro meses de golpes, insultos y abusos sexuales en el Cecot. "Soy gay, soy peluquero, por favor no me corten el cabello, ¡no soy un criminal!", recuerda haber suplicado en vano a los guardias, arrodillado en el suelo de la prisión inaugurada por Bukele en 2023. Ese fue solo el inicio de un largo calvario de abusos en ese "pedazo de infierno".
Andry cumplió 32 años encerrado en el Cecot. Un día, sofocado por el calor y con un dolor de cabeza insoportable, se agachó para echarse agua. "¿Qué haces bañándote a escondidas? Eso no está permitido, tenemos que castigarte", le gritó un guardia. Lo llevaron a una celda de aislamiento de 9 m², sin luz ni ventilación, apodada "la isla". "Me dijeron: '¡arrodíllate!'", recuerda Andry. "Sentí que cuatro personas me rodeaban, me tocaban; uno me obligó a hacerle sexo oral, otro frotaba mis partes íntimas con una porra, me la colocaban entre las piernas y la empujaban hacia arriba". Sin noción del tiempo, cree que los abusos duraron unas dos horas "eternas".
Su liberación fue un alivio. Fue recibido como un héroe en Capacho. Saborea la libertad recuperada, pero las posibilidades de construir una vida con Paul se han reducido. "Hay que tener los pies en la tierra, hay que enfrentar la realidad: él está allá, yo estoy aquí", dice antes de romper en llanto.
Andry no descarta intentar regresar a Estados Unidos. "Si me permiten entrar, sí, iré", afirma, aunque por ahora el plan es reencontrarse con Paul en Colombia en unos meses. "¿Piensas ir a verme?", pregunta Paul. "¿Y todavía haces la pregunta?", le responde Andry con una sonrisa gigante.
AFP