No sé si a usted, pero a mí, desde niño, el nombre de Pablo Neruda me suena a mito. Aprendí en la adolescencia cómo se llamaba en la realidad: Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto. Era como si el seudónimo alimentara el mito de que Neruda no podía ser uno solo, sino dos.
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Cuando leí por primera vez sus versos, sentí que eran pentagramas hechos a la medida de la niña de los zapatos volteados que me desató mi más primitiva fiebre de amor.
Al cartero de Antonio Skármeta, ese pescador enamorado que le llevaba la correspondencia al poeta en Isla Negra, le pasó lo mismo que a mí. Se asomó a los veinte poemas de amor, a la canción desesperada y a los versos del capitán y escogió estrofas para ejercer el difícil camino de la conquista.
Ya en mi adultez, tuve la feliz oportunidad de conocer la casa de Neruda en Bellavista, un viejo barrio de Santiago, y de caminar por las calles empinadas de Valparaíso hasta su vivienda frente al mar, transformada en museo. Vi desde el altillo lo que veían sus ojos: el mar de su inspiración, un cielo de pájaros y una flota de barcos que en la distancia parecían de papel.
No llegué a Isla Negra, pero el 'Cartero de Neruda', esa obra magistral de Antonio Skármeta, me permitió emprender el viaje.
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Mario Jiménez, el cartero pescador, me hizo rememorar los antiguos amores cuando recitaba los versos prestados del poeta para conquistar. Con Diana Consuelo arriesgué versos propios que siempre quise que sonaran como los de Pablo Neruda. No lo logré, por supuesto, pero la conquisté.
Los versos del poeta chileno se convirtieron en un imán para el amor. Los enamorados cogían estrofas completas, las transcribían y las regalaban como esquelas a sus novias o a sus conquistas. Eso explica los vehementes reclamos del cartero al poeta en las páginas de Skármeta.
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-Poeta y compañero -dijo decidido-. Usted me metió en este lío, y usted de aquí me saca. Usted me regaló sus libros, me enseñó a usar la lengua para algo más que pegar estampillas. Usted tiene la culpa de que yo me haya enamorado. -¡No, señor! Una cosa es que yo te haya regalado un par de mis libros, y otra bien distinta es que te haya autorizado a plagiarlos. Además, le regalaste el poema que yo le escribí a Matilde. -¡La poesía no es de quien la escribe, sino de quien la usa!
La historia de esa amistad surgía de una profunda admiración. Ahora pienso si el cartero es mito o realidad, pero al final de cuentas no importa porque lo verdaderamente válido es que Neruda se quedó a vivir en el corazón de los lectores y nos enseñó las palabras del amor.
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