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Después de las más reciente Copa América Femenina, los colombianos quedaron con emociones divididas: orgullosos por la llegada de la Selección Colombia a la final, pero tristes porque faltó muy poco para conseguir el triunfo. Así se sentía también Katherine Tapia, quien vio escapar el primer puesto en sus manos, pero que tras regresar a su país le concedió una entrevista a Los Informantes para contar su historia, una llena de esfuerzo y resiliencia.
Katherine nació en Las Flores, un corregimiento de Córdoba, siendo hija de una cocinera y un comerciante de verduras. En su casa nadie hablaba de fútbol y tampoco había apoyo para una niña que soñaba con ser futbolista. Sus papás temían las críticas, las heridas y, sobre todo, que ese camino no le asegurara el futuro.
Pero ella insistía. Jugaba con los niños del barrio, descalza, dándoles codazos para que la dejaran entrar a la cancha. No la detenían ni las burlas por ser mujer en un campo de hombres ni las peleas con sus padres, que no entendían cómo una niña aplicada, adelantada dos cursos en el colegio y destacada en matemáticas, quería dejar todo por un balón. “Yo les decía: pero si yo rindo en el colegio, soy buena estudiante, recibo menciones de honor, ¿por qué no me dejan jugar?, ¿por qué no me dejan ser feliz?”.
Su inteligencia la llevó a graduarse del colegio a los 14 años, pero en lugar de proyectarse como ingeniera de sistemas —carrera que alcanzó a estudiar tres semestres por presión de sus padres—, siguió persiguiendo la pelota a escondidas de sus padres.
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Para entrenar con un equipo semiprofesional en un municipio cercano, empezó a trabajar como niñera. Les imponía a sus jefes dos condiciones: que le dieran permiso en las tardes para entrenar y que, si sus papás preguntaban por ella, jamás dijeran que estaba jugando fútbol. A los 16 años, Katherine Tapia compró sus primeros guayos. Eran azules con blanco y para ella eran un tesoro porque los había pagado con el dinero que ganaba cuidando niños.
La mentira se rompió un día cuando viajó a un partido en Caucasia. Ella y sus compañeras fueron retenidas por un grupo armado hasta la madrugada. Ese fue el día en que sus padres supieron la verdad.
Cursando el tercer semestre en la Universidad, fue convocada por la Selección Sub-20 y abandonó los estudios por cumplir su sueño en Bogotá. Sin embargo, su paso por el equipo fue fallido y salió antes de lo esperado. Decidió quedarse en la capital y le tocó rebuscárselas como empleada doméstica. Aprendió a cocinar sobre la marcha y entrenaba en clubes aficionados hasta que, por pura casualidad, la ubicaron en el arco.
“Un día el técnico me dice: ‘Kathe, no tenemos arquera, ¿no quieres probar? Por tus manos y tu altura’". Lo hizo y descubrió su talento, ante la falta de recursos los papás de sus compañeras le regalaron guayos y guantes. "Le empecé a coger cariño y a ver que tenía las condiciones, me gustaba la adrenalina de estar ahí atajando”.
El camino no fue lineal. Presionada por la necesidad de estabilidad, se presentó a la Policía y terminó en el Esmad. Allí vivió de cerca el miedo: un compañero que perdió una pierna, otra herida por una papabomba. “Yo dije: esto ya no es para mí”, recuerda.
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Lo paradójico es que fue el Esmad el que le abrió las puertas del fútbol profesional. Primero como arquera del equipo femenino y masculino de la institución, luego como fichaje de Atlético Nacional, cuando alguien la descubrió en un partido del Esmad. Durante dos años vivió en un pulso constante entre ser policía y futbolista. Hasta que tomó una decisión: se quedó con el fútbol.
Han pasado siete años desde entonces. Katherine Tapia ha levantado trofeos, ha sido subcampeona de la Copa Libertadores, reconocida como la mejor arquera de la Copa América Femenina y hoy defiende el arco del Palmeiras en Brasil.
Sin embargo, el éxito tuvo sombras. Una lesión en la rodilla la dejó fuera del Mundial de Australia y la sumió en una depresión severa. Bajó 12 kilos, dejó de comer, lloraba sin parar y, en dos ocasiones, intentó quitarse la vida, pero fue salvada en ambas ocasiones por llamadas de sus seres queridos.
“Me hacía la fuerte con mi familia, pero por dentro estaba derrumbada. Ya mi estómago no aguantaba más medicamentos”, confiesa. El apoyo psicológico y su voluntad de volver al arco fueron su salvación.
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Hoy, a los 32 años, Tapia entiende que su historia va más allá de los títulos. “Una niña vino a mi casa y, al verme, empezó a llorar solo por conocerme. Eso es lo que más me emociona: saber que estás impactando tantas vidas con tu historia y que tantas personas sueñan con ser como tú".
Con su vanidad intacta —se arregla sola las uñas y hasta se las pinta a sus compañeras de Selección— y su carácter de hierro, Katherine sabe que todavía tiene partidos por jugar y sueños por conquistar. Su mensaje es sencillo, pero contundente: “Al principio los sueños cuestan, no son fáciles, pero no dejen de luchar, de creer y de trabajar”.