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Durante décadas, las esmeraldas han sido el sustento de decenas de familias colombianas en las montañas del occidente de Boyacá, donde las piedras preciosas han marcado fortunas, pero donde también se ha escrito una historia de poder, traiciones y muerte. Lo que hoy inquieta al gremio no es la vieja 'guerra verde' que enfrentaron grandes líderes como los Molina y los Carranza, sino una nueva amenaza: el narcotráfico.
En los últimos meses, dos asesinatos selectivos de reconocidos empresarios del sector han sacudido al país. Las víctimas fueron ejecutadas con precisión militar, en atentados silenciosos y quirúrgicos, ambos en Bogotá, lejos de las minas. Fueron ultimados por francotiradores, un método que, según advierte un periodista experto en el tema consultado por Los Informantes, revela que la 'guerra verde' ahora se tiñó del blanco de la cocaína.
Para entender lo que ocurre hoy, hay que mirar atrás. Edwin Molina, actual presidente de la Asociación de Productores de Esmeraldas de Colombia (Esmeracol), aún recuerda con nitidez el día que la violencia alcanzó a su familia. “Nosotros íbamos ese día para el colegio... mi papá estaba quebrantado porque le acababan de dar la noticia. Nos gritó: ‘nadie sale de la casa hoy’”, cuenta. Tenía solo nueve años cuando asesinaron a su abuelo, Gilberto Molina, uno de los hombres más poderosos del sector, acribillado junto con 17 personas durante su cumpleaños número 52 en su finca de Sasaima, Cundinamarca, el 27 de febrero de 1989.
La masacre fue ordenada por Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El Mexicano, capo del Cartel de Medellín, en medio del momento más álgido de la llamada 'guerra verde'. En aquel entonces, Molina y su socio, Víctor Carranza, el legendario 'zar de las esmeraldas', controlaban las minas más productivas del país.
Tras ese episodio violento contra uno de los principales esmeralderos del país, en 1990 se firmó un acuerdo de paz en el occidente de Boyacá con mediación de la Iglesia. Carranza fue su principal impulsor. La violencia cesó, las minas volvieron a operar y el país creyó que la guerra había terminado. Pero las heridas nunca sanaron del todo.
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El 6 de abril de 2025, un francotirador apostado en un bosque del norte de Bogotá disparó una sola bala que acabó con la vida de Jesús Hernando Sánchez, heredero del linaje Carranza, cuando salía de su casa. Murió al instante. Su ahijado, Jonathan Sánchez, recuerda el miedo con el que vive desde entonces:
“Todos los días tengo miedo. Cuando pasó lo de mi padrino pensé en irme del país, pero tengo tres hijos y no los puedo abandonar”. El crimen de Sánchez tenía similitudes con otro ocurrido ocho meses antes, el 7 de agosto de 2024. Juan Sebastián Aguilar, conocido como Pedro Pechuga, fue asesinado también con un solo disparo de francotirador mientras compartía con su familia frente a su casa, ubicada en el mismo conjunto residencial de Sánchez. Aguilar había sido jefe de seguridad de Víctor Carranza y socio de Hernando Sánchez.
Pero en 2021, ya la muerte de otro hombre ligado al negocio de las esmeraldas había sorprendido. Se trataba de Jorge Enrique Gómez, quien fue ejecutado en un parqueadero en Bogotá.
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Todos tenían algo en común y es que figuraban en una misteriosa lista negra que, según reveló El Tiempo en 2022, circulaba desde el pabellón de extraditables de la cárcel La Picota. En ella, un testigo de la Fiscalía señalaba a doce personas vinculadas al negocio de las esmeraldas, supuestamente condenadas a muerte por una alianza entre el Clan del Golfo y esmeralderos presos por narcotráfico.
“Al principio no le dimos importancia a la lista”, dice Jonathan Sánchez. “Pero hoy, después del asesinato de mi padrino, sí le doy valor a esa lista”.
Uno de los nombres que resuena es el de Horacio Triana, viejo esmeraldero condenado por un intento de homicidio contra Jesús Hernando Sánchez en 2012. También fue extraditado a Estados Unidos por enviar cocaína y, según un testigo, habría prometido entregar una mina de esmeraldas a cambio de los asesinatos de las personas nombradas en la lista.
Su hijo, Eduar Triana, hoy representante a la Cámara por Boyacá y exalcalde de Maripi, niega cualquier vínculo actual con esa red: “Eso es más un tema de tergiversar la información. Quieren vincular personas que no tienen nada que ver con esos hechos".
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Sin embargo, el periodista Petrit Baquero, autor del libro 'Las guerras esmeralderas en Colombia', sostiene que lo que se vive hoy es una mutación de la violencia. “La guerra verde ya se acabó, ahora es la guerra blanca. No se trata de estigmatizar a un gremio porque hay mucha gente honesta que trabaja; sin embargo, desde el comienzo del narcotráfico duro en Colombia siempre han habido personas ligadas al negocio de las esmeraldas involucradas y que han sido verdaderos capos del narcotráfico”.
Edwin Molina reconoce que hubo un tiempo en que algunos sectores del negocio “le abrieron las puertas” al narcotráfico. “Durante las épocas difíciles de la minería, muchos pedían prestado, empeñaban, buscaban inversionistas; habían otros sectores que sí le abrieron las puertas y durante esa época empezaron a crecer los cultivos en el occidente, se empezaron a encontrar laboratorios y ya de mano del Estado logramos erradicar ese tema”.
El negocio de las esmeraldas mueve cerca de 150 millones de dólares anuales en Colombia. Durante la última década, la entrada de multinacionales extranjeras —que compraron títulos a familias históricas como los Molina y los Carranza— cambió la estructura del poder en la región.
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Sin embargo, esa transformación económica no ha traído la calma esperada. Al contrario, ha coincidido con el resurgimiento de las tensiones y con asesinatos de alto perfil que tienen a todo el gremio en alerta.
El presidente Gustavo Petro llegó a afirmar en un consejo de ministros que “Julio Lozano Pirateque está matando a los esmeralderos porque quiere quedarse con las esmeraldas”, refiriéndose a un viejo narcotraficante involucrado en disputas por minas. Pero, como aclara Edwin Molina, “no hay pruebas ni investigaciones claras de la Fiscalía o de organismos internacionales que confirmen esa hipótesis”.
En los pueblos mineros, el clima vuelve a ser tenso. Aunque nadie se atreve a hablar abiertamente de una “nueva guerra verde”, el miedo es evidente. Los nombres que aparecen en la lista negra se repiten en los pasillos del gremio. Jonathan Sánchez vive hoy con un esquema de seguridad de la Unidad Nacional de Protección (UNP), pero sabe que eso no garantiza nada.
“¿Quién tiene la logística para contratar un francotirador y ejecutar un asesinato en plena Bogotá, cerca al Cantón Norte del Ejército?”, se pregunta Sánchez. Su respuesta es tajante: “En eso está el Clan del Golfo, naturalmente, el occidente de Boyacá no es objeto del plan macabro de este grupo de tomarse el país y desestabilizarlo. Esta organización criminal tiene tres rectas: narcotráfico, la extorsión y la minería”.
Treinta y cinco años después del asesinato de Gilberto Molina, las minas de esmeraldas vuelven a ser terreno de disputa. La diferencia es que, esta vez, la sangre que tiñe las piedras preciosas no proviene solo del verde, también tiene el blanco del polvo que ha marcado la historia violenta de Colombia.