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En el corazón del Chocó profundo, una monja de 88 años se ha convertido en la única esperanza para miles de personas atrapadas en medio del fuego cruzado. Se trata de la madre Carmen Palacio, una misionera Laurita que lleva casi 70 años lidiando con la guerra, curando enfermos de todos los bandos, rescatando heridos y enfrentando todo tipo de miedos con fe inquebrantable y pánico contenido. Conózcala en Los Informantes.
“¿A usted no le da pena decir que mató a una viejita desarmada?, pero hágale, porque eso es gusto. Pero con el corazón yo decía Jesús, confío en ti. Allá no me da miedo. Cuando estoy en la cama o en la pieza digo, ay (…), pero ya pasó”, así describe la madre Carmen sus temores casi diarios enfrentando a cabecillas de grupos armados.
Ella lleva casi 70 años en el Chocó profundo no solo como enfermera de guerra, sino como única esperanza en estos territorios sin aspirinas, ni Dios ni ley. Los Informantes llegó hasta Noanamá, un pueblo de casas de lata a orillas del río San Juan, sin autoridad civil, sin señal de internet y sin un puesto de salud formal, para conocerla. Su llegada a esta tierra fue a los 18 años, motivada por la vocación de la congregación de la Madre Laura Montoya: trabajar con los más marginados. "Se hablaba mucho de trabajar con los indígenas y los marginados, los más pobres. Eso me gustaba desde pequeña", recuerda la madre Carmen sobre sus inicios.
Con los conocimientos básicos de primeros auxilios que le enseñaron en el postulantado (primera etapa de formación dentro de la vida religiosa o consagrada), llegó a una tierra donde la sabiduría ancestral se convirtió en su mejor aliada. "Con ese poco conocimiento llegué aquí. Entonces con cada persona que llegaba, a los mayores se les decía en ese tiempo: 'Tío, tío, ¿y esta planta para qué sirve?'. Y con los indígenas también. Entonces ellos me fueron enseñando", relata. Así aprendió a manejar dos universos: la medicina convencional y la tradicional. Incluso domina la lengua del pueblo indígena Wounaan.
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Su historia es la de una leyenda viva que se entregó en cuerpo y alma a las comunidades más necesitadas en una misión que parece imposible. La madre Carmen es la enfermera, la médica, la odontóloga y la consejera de una vasta región.
Con el paso de los años, estableció un centro de salud elemental que es un faro de esperanza en medio de la nada. Su boticario es un reflejo de su conocimiento dual, donde conviven fármacos occidentales con medicinas ancestrales. Botellas con preparaciones de plantas para mordeduras de serpientes comparten estante con medicamentos convencionales.
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Una de sus creaciones más famosas es la "botella curada", un remedio potente contra el veneno de las culebras, muy comunes en la zona, especialmente cuando crece el río. "Esto es una botella curada. Esto es con biche, el primero que sale, un destilado de la caña. Uno le echa las plantas de culebra (...) todas las venenosas y uno la echa ahí y entonces cuando viene un enfermo usted le da un trago para que le baje el veneno", explica mientras muestra su farmacia natural en entrevista con Los Informantes.
Ella misma afirma que nunca ha sido mordida por una serpiente, no por suerte, sino porque "la madre Laura hizo un contrato con Dios de que no nos picaba".
Pero su misión sería pacífica si solo tuviera que lidiar con los males de la naturaleza, pero es la guerra la que no la deja descansar. En el Medio San Juan convergen múltiples actores armados: disidencias de las FARC, el ELN, el Clan del Golfo y otros grupos que se disputan el control de un corredor estratégico para el narcotráfico y la minería ilegal.
Enfrentar a los cabecillas de estos grupos es "el pan nuestro de cada día". La madre Carmen lo hace con una valentía que desarma, aunque admite el miedo que siente en la intimidad. "Ellos vienen como los 'gran jaja' y uno si le muestra miedo... puede mostrar miedo, ¿no? Entonces yo como que hago de cuenta que son unos angelitos que cayeron del cielo. Yo le digo: 'Hermano, ¿cómo está? Y cuente pues cómo va la cosa'. Ya se desmontan ellos", narra sobre su estrategia para encararlos.
Su labor médica no distingue uniformes. Siguiendo las directrices de la Cruz Roja Internacional, atiende a los combatientes heridos únicamente dentro de su centro de salud, para no involucrarse directamente en el conflicto. "Uno los atiende en la botica, pero ellos tienen que llegar ahí, porque la Cruz Roja Internacional nos enseñó que afuera donde había los combates o tal cosa, uno no iba porque lo podían empapelar", aclara.
Incluso en las situaciones más crueles, su compasión ha prevalecido. Relata cómo curaba a secuestrados que los grupos armados mantenían amarrados en condiciones inhumanas, provocándoles graves infecciones. "Como los amarran de pies y manos, como no pueden moverse, le entra la mosca en todos los orificios del cuerpo. La mosca pone un huevito y sale un gusano y ese gusano molesta mucho. Ellos daban permiso de unos días por medio, iba y sacaba los gusanos, hacerles curaciones", cuenta sobre uno de los episodios más duros de su misión.
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La líder social chocoana Elizabeth Moreno reconoce el invaluable papel de la madre Carmen en la región. "Se ha convertido en la médica, en la enfermera, en la consejera, en la que le ha quitado muchos jóvenes a la guerra, a los actores armados, pero que también tiene ese poder de dialogar, de meter en cintura a muchos de los actores que llegan al territorio", afirma Moreno.
Las condiciones en las que trabaja son extremadamente precarias. Junto a ella viven otras dos religiosas Lauritas que la apoyan hombro a hombro, pero los recursos son casi nulos. El "hospital" consta de un consultorio y un pequeño cuarto con una cama vieja que funge como área de hospitalización. La hermana Jaqueline Rodríguez, la más joven del equipo, describe la impotencia que sienten a menudo: "Hay momentos que por más que queramos no tenemos toda la medicina y tampoco los equipos para responder en ese momento de emergencia (...) Se hace lo mejor posible, pero se quedan. Fallecen".
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Traer medicinas es otra odisea. Los grupos armados controlan el río e impiden el paso de insumos médicos. Sin embargo, la reputación de las monjas les abre camino. "Algo ellos ya nos conocen, digámoslo así, nos conocen y saben que esa medicina no es para algo, para una sola persona, sino para el bien de toda la comunidad (...) incluso para ellos mismos", explica la hermana Jaqueline.
Pero la madre Carmen tiene sus propias reglas financieras: el servicio es gratuito para la población civil, pero no para los combatientes. "Yo a la gente común y corriente se la doy, pero a los 'guerrillos' les cobro 50. Porque ellos como cobran su vacuna a la gente, entonces por eso es que yo les cobro a ellos", sentencia.
Su desprendimiento material es absoluto. En 2013, cuando Laura Montoya fue canonizada, una hermana le regaló el dinero para ir a Roma y conocer al Papa Francisco. Ella, sin dudarlo, destinó los fondos a la operación de la madre de una compañera.
Para ella, los políticos son una fuente constante de decepción. Varios le han prometido una silla de odontología, pero la promesa sigue sin cumplirse. Mientras tanto, ella sigue extrayendo muelas en un rudimentario taburete de madera. "Que ya le vamos a traer, que ya le vamos a traer... le prometen. Es un hecho. Nosotros ahí tenemos su tablita, sus dos tablitas en las que sacamos la muela", comenta con ironía.
A sus 88 años, con la audición y la vista disminuidas —esta última afectada por el glifosato que le cayó de una avioneta mientras protegía a unos niños—, dice que no piensa en retirarse. Para ella, las ciudades son "prisiones voluntarias". "Irme a la cárcel. Yo por edad debería estar en Popayán. Aquí algo se puede hacer, allá ya qué, nada", afirma convencida.
Su carácter es una mezcla de sabiduría, chispa y firmeza. Critica el machismo en la Iglesia: "¿Qué opina de que las monjas no puedan dar misa? Pues machismo (…) Para mí sí; Jesús fundó los apóstoles y todo eso. Pero, ¿a quién se le apareció primero, no fue a las mujeres?; ahí está”. Eso sí, muestra contundente contra el aborto: “Me parece injusticia”.
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La madre Carmen Palacio ha vivido más de medio siglo entre sus plantas, sus pacientes, la guerra y una fe que le ha permitido hacer un apostolado extraordinario y, sobre todo, vivir para contarlo.