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El entonces congresista Óscar Tulio Lizcano pasó nueve años secuestrado por las extintas FARC. Su calvario, vivido en la húmeda y gigante selva chocoana, fue tan extremo que la soledad y el silencio se convirtieron en una forma de tortura tan "agotadoras y solitarias" que, para no caer en la demencia, ideó un mecanismo de supervivencia que raya en la paradoja: hablar con los árboles.
El horror de su secuestro volvió a resonar luego de que su hijo Mauricio Lizcano, hoy precandidato presidencial, denunciara la recepción de una amenaza en su sede de campaña en Manizales.
“Acabamos de recibir un sufragio en la sede de mi campaña presidencial en Manizales con una amenaza contra la vida de mi padre, quien fue víctima de secuestro. Rechazo profundamente este acto cobarde”, aseguró Mauricio Lizcano en la red social X al compartir una imagen de un arreglo floral que lleva una tarjeta en la que se lee: “Óscar Tulio Lizcano, descanse en paz”.
El secuestro de Óscar Tulio Lizcano se enmarca en la estrategia de finales de los años 90 y principios del 2000 implementada por las antiguas FARC, cuya orden era llevarse políticos, militares, policías y, de paso, contratistas estadounidenses. El objetivo era utilizar a estas víctimas como fichas de intercambio por guerrilleros presos, una táctica que mantuvo a muchos encerrados y encadenados durante diez y hasta doce años.
Óscar Tulio Lizcano fue retenido por el Frente Aurelio Rodríguez de las extintas FARC, bajo el mando del comandante Rubín Morro, quien se desempeñó como su carcelero durante todo el tiempo que duró el secuestro. El calvario comenzó con una declaración política, pues el comandante Morro le informó: “usted queda retenido por razones políticas”. En ese momento, Lizcano tenía apenas 53 años, pero al salir, su cuerpo estaba tan agobiado y enfermo que parecía tener cien.
Durante la mayor parte de su cautiverio, el excongresista lo pasó solo y en silencio. Esta falta de interacción y la agonía de la soledad fueron tan profundas que en una entrevista posterior con Los Informantes confesó haber deseado la muerte. Recordó que casi todos los días anhelaba morir y que incluso "suplicaba por un tiro de fusil" para poner fin a tanta penuria y crueldad. Llegó a implorarles a los comandantes que lo fusilaran: “Yo ya no soy capaz, fusíleme”.
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La vida diaria en la selva, además de la falta de la palabra, estaba marcada por la precariedad y el miedo. Óscar Tulio Lizcano debía pedir permiso hasta para comer y para hablar. Su dieta se limitaba a lentejas, guisadas o en sopa, un menú que se repetía a diario.
El ambiente de la selva era hostil y húmedo, sin apenas contacto con la luz solar. Su piel se volvió amarillenta porque los rayos del sol no lo tocaban en esa selva densa. Su cuerpo se deterioró rápidamente, llegando a perder entre 40 y 60 kilos.
El confinamiento y la falta de higiene generaron graves problemas de salud. Padeció de paludismo (malaria) "muy duro", cerebral y que le paralizó medio cuerpo. Las enfermedades no eran tratadas con pastillas, ni remedios, lo que lo obligaba a pasar los temblores, dolores y sudores ‘a palo seco’. Uno de los recuerdos más vívidos y dolorosos fue la extracción de sus muelas podridas; al caerse las calzas, los guerrilleros, "con alicates a sangre fría", le sacaron las piezas dentales.
Para contrarrestar la demencia causada por el aislamiento, Óscar Tulio Lizcano decidió que no podía dejar que su mente se le fuera, tenía que retenerla a como diera lugar. Así surgió su ritual diario: "darles clase a los árboles".
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Utilizaba hojas de un cuaderno que los guerrilleros le daban permanentemente. "Les puse el nombre de mis alumnos" y simulaba un salón de clase, le preguntaba cosas y "yo mismo me respondía".
A pesar de que esta actividad era una necesidad vital, incluso las hojas de los árboles que Lizcano utilizaba llegaron a ser un motivo de conflicto. Un guerrillero, Pelusa, que estaba de guardia, le recriminó el uso del papel, diciéndole: "cucho, aquí no comemos de locos, no nos crea tan pendejos y me arrancó las hojas de los árboles".
Otro factor que destrozó la voluntad del entonces congresista fue ser testigo de ese espectáculo macabro donde mataban sin piedad a quienes intentaban fugarse. En Los Informantes, Óscar Tulio Lizcano recordó el día en que vio a un niño, de apenas 13 años, que intentó escapar y que por orden de los guerrilleros fue degollado. A este menor lo llamaban "Comidita".
Además de este niño, Óscar Tulio Lizcano presenció la ejecución de dos hermanos. El comandante del frente mandó a recoger a varios muchachos que se querían fugar. Los amarraron y comenzaron a cavar la fosa donde serían sepultados. Una de las jóvenes, Tatiana, le suplicó a su hermano, Cristian, que la dejara morir primero: “Le decía ‘deje que me fusilen a mí, porque yo no lo quiero ver, no soy capaz’”. Después de una discusión entre los captores, finalmente la fusilaron a ella, y luego a los dos hermanitos. Los tres cayeron ahí.
A pesar de la tortura del silencio, había momentos específicos en los que Óscar Tulio Lizcano interactuaba para las llamadas “pruebas de supervivencia”. Para poder grabar un video a su familia, tenía que caminar 15 días para llegar a los puntos intermedios. Recordó que, cuando lo llamaban para estas pruebas, lo afeitaban y le daban de comer bien. En ocasiones, le ofrecían sancocho de gallina. Sin embargo, hubo un periodo de tres años en que su familia no supo nada de él.
Tras casi nueve años en la selva, la situación militar se había vuelto insostenible para la guerrilla. La Operación Jaque, el rescate de Íngrid Betancourt y el general Mendieta, y otras liberaciones de militares estaban poniendo en aprietos la política de intercambio humanitario de las antiguas FARC. El acoso militar era incesante. Óscar Tulio Lizcano sentía que sus días estaban contados y que ya venía siendo un estorbo.
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Un día crucial, Lizcano estaba concentrado mirando una ficha de ajedrez cuando alias Isaza, uno de los jefes de la guerrilla, le dio la noticia que más deseaba oír: lo llevaría a la libertad. Le propuso que se fugaran juntos.
El guerrillero le dijo: "Viejo, vaya armando porque lo voy a sacar, usted se va a morir aquí". A partir de ese momento, Lizcano se entregó a Isaza y a Dios.
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La travesía de la fuga fue escalofriante. Sabían que los guerrilleros los buscaban. No tenían un rumbo claro y el hambre les ganaba. Para medio aguantar, comían cogollos y Óscar Tulio Lizcano se colgaba del cuello de Isaza.
En medio de la huida, llegó el momento culminante. Lizcano cuenta que, durante sus nueve años de cautiverio, solo alcanzó a ver el sol dos veces. Cuando finalmente llegaron a un potrero y vio el sol, abrazó a Isaza y sufrió un ataque de epilepsia.
En ese momento, tiró el fusil de Isaza y le gritó: "usted es amigo mío, amigo para siempre". Tras pasar el potrero, comenzó a gritar para identificarse ante las tropas: "gritando soy Lizcano, soy Lizcano". Un sargento de apellido Jiménez lo recibió incrédulo y desconfiado, pero cuando finalmente entendió que Lizcano decía la verdad empezó a gritar: "véngase que se nos apareció la Virgen, vamos a comer natillas y buñuelo en diciembre". Ese fue el fin del cautiverio. Los soldados lo atendieron, le quitaron las botas, y le dieron galletas y gaseosas.
Óscar Tulio Lizcano regresó al Congreso y se le volvió a ver rozagante y vital. Ante la JEP dijo: "una cosa es el perdón a mis victimarios y otra cosa es que no haya justicia".