De la catástrofe de Armero, tragada por el lodo en 1985, queda la mirada de Omayra Sánchez, cuya agonía fue registrada por medios del mundo entero, aunque las ruinas de esta próspera ciudad de Colombia se hundan hoy en el olvido.
"Treinta años después, aún tengo pesadillas", dice Olga Villalobo, quien para entonces aún no había cumplido 13 años, la edad de Omaira, símbolo de una tragedia que dejó más de 25.000 muertos y casi el mismo número de damnificados.
Como Omaira, cuyas fotos marcan un hito del desastre, Olga permaneció atrapada durante horas en el alud provocado por la erupción del volcán Nevado del Ruiz y el derretimiento de sus nieves perpetuas.
Atascada entre escombros, con una barra de metal clavada en su cadera, Omaira murió tras agonizar tres días. Olga sobrevivió.
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La noche del 13 de noviembre de 1985 dice haber estado preocupada. "Llovían cenizas y piedras", relata. Su familia intentó huir en auto, pero no tuvo tiempo.
A 300km/h por el cañón del Lagunilla, el río que baña a Armero, una avalancha de barro de 40 metros de altura, el equivalente a un edificio de 12 pisos, se vertió sobre el valle, inundando todo en olas que se elevaron hasta 10 metros.
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El despertar del "León dormido"
"Hubo un ruido fuerte, como un trueno. Y el agua, el lodo, entraron en el carro", explica Olga.
Recuerda haberse sofocado, creerse muerta. "Solté a mi mamá, a mi hermanito y esto me salvó", suspira al evocarlo. Con 43 años, traductora y madre de dos hijos, del horror no le ha quedado físicamente sino una minúscula cicatriz cerca de un ojo. Pero aún escucha "el canto de los gallos" que anunciaban el desastre.
El Nevado del Ruiz, apodado el "León dormido" y ubicado a unos 45 km de Armero y de 5.321 metros de altura, se había despertado hacía varios meses. "Había temblores, las cenizas cubrían todo, el agua estaba contaminada. Pero la alcaldía solo decía de taparse la nariz", asegura Alma Landínez, de 56 años.
Cada año, esta mujer, con 14 parientes muertos por la fatídica erupción, vuelve para despejar el lugar donde supuestamente estaba la casa familiar, en la parte más devastada de la zona. Allí no queda ni un muro. El fango lo cubrió todo y a lo largo de los años, la vegetación tropical se tomó el terreno.
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"No teníamos las capacidades de hoy. Esta tragedia sirvió de ejemplo, y no solo para Colombia", subraya el médico Harold Trujillo, de 50 años, entonces socorrista de la Cruz Roja y quien perdió a 70 de sus 90 colegas.
Cuando el Nevado del Ruiz rugió, los colombianos todavía se reponían de la sangrienta recuperación del Palacio de Justicia por parte de las fuerzas armadas, luego de que la sede de la Corte Suprema, en pleno centro de Bogotá y a solo 160 km de Armero, hubiera sido tomada por la guerrilla del M-19.
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Tumbas de cuerpos sin sepultura
En la entrada de Armero, los árboles destriparon los pocos edificios que quedan en pie. El último piso del hospital, una ferretería y un restaurante se extienden sobre la ruta como fantasmas: vestigios de la "ciudad blanca", otrora famosa por sus plantaciones de algodón y arroz.
El resto no es sino una inmensidad desolada e infestada de mosquitos. Lápidas y cruces corroídas por la humedad marcan, entre algunas rocas volcánicas, los sitios donde los sobrevivientes piensan que descansan sus muertos.
Algunos de quienes lograron escapar fueron reubicados en localidades vecinas como Guayabal. Otros no recibieron nada después de agotar, en dos años, los fondos públicos otorgados.
Hoy sobre el valle, donde vacas huesudas pastan a la sombra, flota un pesado aire de abandono y, como una isla, emerge la tumba de Omaira.
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Cientos de devotos le rinden homenaje como si fuera una santa. "Uno le deja una nota para agradecerle o pedirle favores", confía July Amezquita, de 29 años, cuyo marido dobla cuidadosamente un papel que deja entre las velas, juguetes y flores que acompañan la lápida.
En lo que era el centro de la ciudad, se dibuja en el cielo un arco de cemento de tres secciones, "símbolo de los que no están más", explica su autor, Hernán Diario Nova.
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Muy cerca, al pie de una cruz levantada durante la visita del papa Juan Pablo II en julio de 1986, este artista oriundo de Armero dejó 25.000 piedras, tantas como los desaparecidos.
En la antigua plaza pública, el único espacio liberado de la coraza de lodo, se aprecia la catedral y su campanario destrozado, recuperado 2km más lejos.
Es allí donde cada 13 de noviembre una lluvia de flores cae desde helicópteros sobre ese cementerio de tumbas de muertos sin sepultura para conmemorar lo ocurrido.
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