Publicidad
Publicidad
Publicidad
Publicidad
El 14 de junio de 2004, un día aparentemente normal en Willow Creek, Iowa, Estados Unidos, se convirtió en el inicio de una pesadilla. Durante la jornada deportiva de la escuela local, Kinsley Vance y Allara Shaw, dos niñas de apenas nueve años, desaparecieron sin dejar rastro. Años más tarde, la madre de una de ellas descubrió la triste realidad de lo que había pasado con ellas.
Kinsley y Allara eran inseparables y fueron vistas juntas por última vez corriendo por los pasillos del colegio. Cuando el autobús escolar partió a las 3:30 p. m., sus asientos vacíos desataron el pánico.
Durante años, la comunidad quedó marcada por la ausencia. Riley Vance, madre de Kinsley, jamás abandonó la búsqueda. Contrató investigadores, siguió pistas falsas y golpeó puertas que nunca se abrieron. Odette Shaw, madre de Allara, eligió otro camino: se marchó de la ciudad, intentando rehacer su vida lejos del recuerdo constante. Pero ambas compartieron un dolor imposible de borrar.
Ocho años después, en julio de 2012, un incendio en una granja apartada reveló lo impensable. Entre los escombros, los bomberos encontraron una escotilla metálica escondida bajo la tierra. Al abrirla, apareció un búnker olvidado desde la Guerra Fría.
En su interior había colchones manchados, latas vacías de comida y un zapato rosa con una mariposa, el mismo que había usado Kinsley el último día que la vieron. En las paredes, dibujos infantiles contaban la historia de dos niñas que estuvieron ahí atrapadas. Había un sol, una casa y dos figuras con las iniciales “K” y “E”.
La evidencia forense indicó que el refugio había sido usado solo unos meses antes de ser abandonado. Eso explicaba por qué la búsqueda inicial nunca dio resultados. Sin embargo, los hallazgos sugerían que alguien cercano y de confianza había guiado a las niñas hasta allí.
Publicidad
Con estos nuevos detalles, el conserje escolar retirado Warren Finch recordó un dato clave: recordaba haber visto a Kinsley y Allara salir por una puerta lateral aquel día, sin miedo ni resistencia. No había gritos ni forcejeos. Eso reforzaba la teoría de que su captor era alguien conocido.
El nombre de Gideon Pratt surgió entonces. Era un maestro de escuela dominical, reservado y aparentemente inofensivo, era alguien a quien Kinsley admiraba. Había trabajado de forma estacional en la misma granja donde apareció el búnker.
Al investigar más, Riley descubrió que Pratt había abandonado la ciudad en 2004 con la excusa de un viaje misionero. En su antigua residencia quedaron manuales de supervivencia y guías para vivir desconectado del mundo.
Publicidad
Riley no esperó a la investigación y su instinto maternal la llevó a seguir patrones de compras en efectivo —alimentos, medicinas, propano—, rastreó un rastro hasta los bosques de los Ozarks, en Missouri. Allí, en una cabaña perdida, vio algo que le cambió su vida. Kinsley, su hija, ahora tenía17 años y estaba viva, pero consumida por el encierro.
El reencuentro se convirtió en un enfrentamiento desesperado. Pratt salió armado y trató de arrastrar a la adolescente de regreso a la cabaña. Riley suplicó, pero la chispa de valentía vino de Kinsley, quien golpeó al secuestrador con un leño y le dio a su madre el tiempo suficiente para arrebatarle el arma. Juntas escaparon entre los árboles hasta llegar a un camino seguro.
La policía llegó poco después y arrestó a Pratt. En el hospital, Kinsley relató lo que había ocurrido en esos años de cautiverio. Su amiga Allara, la inseparable compañera de juegos, había enfermado meses después del secuestro. Pratt le negó atención médica y la niña murió en el búnker. Fue enterrada en secreto en el bosque cercano.
Pratt fue extraditado a Iowa, procesado y condenado por secuestro, asesinato y abuso. Recibió múltiples cadenas perpetuas sin derecho a libertad condicional. La comunidad que durante años había buscado respuestas finalmente entendió la magnitud del horror que se escondía tras la desaparición.
MARÍA PAULA GONZÁLEZ
PERIODISTA DIGITAL DE NOTICIAS CARACOL