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Cuando Yuri Buenaventura vino al mundo, los tambores ya sonaban. No eran simples instrumentos, sino el eco de una herencia ancestral que anunciaba una vida marcada por la música, la resistencia y el orgullo de ser del Pacífico. “Cuando yo fui a nacer era una casita de madera y nací fue por partera, que es una cultura del Pacífico de no nacer en el hospital sino que te recibe una mujer partera. Entonces los vecinos sacaron los tambores porque iba a nacer un niño”, recuerda el artista en diálogo con María Elvira Arango en el podcast En Aguas Profundas.
Su padre, un hombre apasionado por la lectura y la música clásica, pidió silencio. Pero los vecinos le respondieron: “Señor, estamos tocando los tambores porque va a nacer su hijo. Estamos celebrando la vida”. Fue así como Yuri Buenaventura respiró por primera vez, en sus propias palabras, el sonido del África y del mar, una inspiración que más tarde definiría su destino.
Nació y creció en Buenaventura, una tierra de contrastes, en la que la pobreza convivía con la alegría del tambor y la espiritualidad del pueblo afrodescendiente. Su infancia transcurrió entre juegos con caracoles y tortugas, y tardes en casa escuchando a su padre leer en voz alta a escritores franceses o a compositores clásicos. Ese pequeño universo doméstico sembró en Yuri un amor profundo por la cultura y una atracción por Francia.
“Ser negro es una etnia, es una cosmovisión que viene del África. Yo pertenezco a esa cosmovisión”, dice hoy, con la misma convicción con la que hace cuarenta años decidió agregarle a su nombre artístico el de su ciudad natal. “En una época decían: Buenaventura, allá solo hay negros y huele a pescado. Gravísimo. Entonces me puse el nombre Buenaventura para que tengan que nombrar a mi pueblo”, explica.
A los 18 años, Yuri dejó su casa de madera y su mar para viajar a París con el propósito de estudiar Economía. Soñaba con abrirse camino, como muchos jóvenes de su generación, en una Europa que imaginaba llena de oportunidades. Sin embargo, pronto descubrió que su verdadera vocación no estaba en los libros de macroeconomía, sino en la música.
“Me inscribí en la universidad, pero yo hacía música en los metros para ganarme mi platica y así me di cuenta que lo que quiero hacer es música. Empecé con una guacharaca”, cuenta.
La vida en París no fue fácil. Vivió en la calle, durmió en estaciones y viajaba en los buses nocturnos para no morir de frío. “Atravesando el río Sena el bongó se me rajó. Sin ese cuero yo no podía tocar, entonces le dije a Dios: ya no aguanto más, no más, no me arrastres, me está dando muy duro”, recuerda con una mezcla de serenidad y agradecimiento.
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Desesperado, amarró su bongó al cuello y se lanzó al río. Pero no murió. “Salí por gracia de Dios, y desde ahí me empezó a ir bien en la música”, confiesa.
En los años siguientes, Yuri Buenaventura se convirtió en uno de los músicos colombianos más reconocidos internacionalmente. Su interpretación de “Ne me quitte pas” —el clásico de Jacques Brel— lo catapultó en Francia, donde fue reconocido por su voz poderosa y su manera de fundir la nostalgia del bolero con la fuerza de la salsa.
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Pero más allá del éxito, Yuri nunca dejó que el ego lo dominara. “Es un compromiso, no hay nada de ego, porque desde el principio es un trabajo que pertenece a un colectivo: el trabajo de la comunidad negra, la expansión del pensamiento negro”, explica. Para él, la música no es un acto individual, sino una misión: “Soy un transmisor”.
Aunque ha llenado escenarios en Europa, confiesa que en Colombia no siempre ha sido igual de fácil. “Curiosamente, ha sido más sencillo llenar escenarios afuera que en mi país”, admite. Sin embargo, su relación con Colombia sigue siendo de amor profundo y de orgullo por representar su cultura.
Hoy, a sus 58 años, Yuri Buenaventura se siente en paz. Más emocional, más agradecido y más consciente de lo que significa estar vivo. Su historia, marcada por la humildad, el arte y la resistencia, lo ha convertido en una figura inspiradora.
A quienes han sentido el deseo de rendirse, como él alguna vez lo hizo, les deja un mensaje contundente: “Hay que alejarse de esas sensaciones de querer despedirse de la vida. La vida es un préstamo y siempre hay salidas”.
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